Mujer relata los abusos que sufrió a manos del líder de La Luz del Mundo

Por  Staff Puebla On Line | Publicado el 02-03-2020

Sochil Martin tenía nueve años cuando comenzó a ser instruida para complacer a los hombres. Aprendió cómo seducirlos, cómo bailarles eróticamente, cómo tocarlos. Su tía, una mujer religiosa que la crió en lugar de su madre, la preparó durante la infancia para entregarla como ofrenda sexual a la cúpula de la iglesia La Luz del Mundo. “Me platicaba acerca de cómo me iba a someter a ellos, creía que era una bendición”, cuenta Martin a este diario por teléfono. Tras sufrir agresiones sexuales durante más de dos décadas en manos de los líderes, primero de Samuel Flores, y después de su hijo, Naasón Joaquín García, fue el miedo a que su hija cayera en lo mismo lo que la llevó a contar en 2016 lo que sucedía. “Naasón me había pedido a mi niña de cuatro años. Me dijo que quería que ella fuera su enfermera. Y pensé: Samuel se lo hizo a mi tía, me lo hizo a mí, él o su hijo se lo iban a hacer a mi bebé. No quería que eso pasara, era un ciclo que tenía que parar”.

Martin tiene ahora 33 años, pero hasta hace tres no conocía otra vida que no fuera la vida dentro de La Luz del Mundo. Su familia se había unido a esta iglesia evangélica de origen mexicano varias generaciones antes de que ella naciera y la existencia fuera de esa confesión era impensable. “Yo nací dentro de esa religión, que no es una religión sino una secta”, dice. Dentro de la organización, los empleos, las relaciones y hasta los matrimonios debían ser aprobados por las autoridades religiosas. Levantarse contra los abusos que “los apóstoles”, como llaman a los líderes, perpetuaron contra ella y “cientos de otras víctimas” le costó la expulsión y le privó del apoyo de casi todos sus conocidos. “Los obispos me llamaban apóstata y mi familia me mandó a decir que yo estaba muerta para ellos”.

Nacida en Estados Unidos, Martin es una de las pocas víctimas que ha conocido tan de cerca las entrañas de La Luz del Mundo. En los 15 años que pasó entre Guadalajara y Ciudad de México, llegó a ocupar el cargo de asistente de Naasón Joaquín García, detenido en California en junio de 2019 por violación, tráfico de personas y producción de pornografía infantil, entre otros delitos. El pasado 13 de febrero, la mujer se volvió la cara visible de las víctimas al presentar en un tribunal de Los Ángeles una demanda civil contra la cúpula de la organización. “Es difícil descubrir que todo tu mundo es una mentira, toda tu vida es una mentira”, lanza un suspiro al otro lado del teléfono.

Lo que pasaba puertas adentro en Hermosa Provincia, el barrio que fundó en Guadalajara la organización religiosa, era un secreto a voces. En 1997, un grupo de mujeres ya había denunciado a Samuel Flores por abuso sexual. La acusación nunca trascendió y la segunda confesión más grande de México por detrás de la Iglesia católica siguió codeándose con el poder político y gozando de la impunidad. “Si en ese entonces el Gobierno hubiera hecho algo, a nosotras no nos hubieran abusado. Pero nadie luchó por nosotras, nadie luchó por mí”, reclama.

El recorrido por los detalles del infierno que vivió describen una cultura de condescendencia hacia las conductas criminales de los líderes también dentro de la institución, que tiene unos cinco millones de seguidores y presencia en 60 países. “Mucha gente sabía lo que me estaba pasando a mí, a otras muchachas y muchachos, pero nadie pensaba: ‘Qué mal, están siendo abusados, hay que decírselo a las autoridades’. Todos decían: ‘Qué bendición, qué dichoso’, porque así te lo inculcan”.

Esa misma condescendencia de los fieles se dibuja en un recuerdo que no se puede sacar de la cabeza. “Una vez me tocó bailarle a Samuel. Era muy chica y en ese momento pensé que si me quitaba la ropa el siervo de Dios se iba a enojar, pero ninguna de las mamás que estaban presentes lo miró mal. Nadie lo miraba mal”. A las niñas elegidas para “servirles” a los líderes se las llamaba “doncellas”, recuerda, y muchos de los abusos se justificaban con citas bíblicas. “Ahora de grande uno se da cuenta que todo eso estaba muy mal, de que Dios no estaría de acuerdo”.

Su posición dentro del círculo chico de los apóstoles la llevó no solo a sufrir los abusos, sino a ser testigo de las agresiones sexuales a varias generaciones de feligreses. De adolescente incluso se le encomendó reclutar a menores de edad en las capillas para convertirlas en servidoras del “siervo de Dios”. “Cuando me salí de la secta le dije a Naasón que dejara en paz a las niñas que yo le había mandado, pero él seguía abusando y yo pensaba: ‘lo que hicieron conmigo lo están haciendo con ellas”. Las caras de todas esas niñas no dejan de desfilar por su cabeza, ese fue otro de los motivos que la impulsó a hablar.

Pese a estar bajo el sistema de protección de testigos de Estados Unidos, recibe casi cada semana amenazas de muerte por parte de “la mafia”, como llama por momentos a La Luz del Mundo. “Tenemos a muchos cuerpos que no han podido encontrar, y tú sigues”, decía uno de los mensajes que enviaron a alguien de su entorno más cercano. El último que le mandaron fue hace unos 10 días: “Uno de sus sicarios me mandó una foto de mi casa diciendo que estaban esperándome afuera”. La guardia real, una fuerza de seguridad propia de la organización, es la que se encarga de perseguir a quien se atreve a alzar la voz, asegura. “Si hay alguien que quiere hablar, una víctima que se quiere salir, ellos se encargan”.

Martin asegura que los excesos iban mucho más allá de los líderes, por eso la demanda civil ha incluido a los hermanos y al hijo de Naasón Joaquín García. “A mí me consta que abusaban”. Cuando intenta profundizar en la idea sus abogados, presentes en la entrevista telefónica, intervienen para alertarla. Aún no puede revelar detalles como de cuántos abusos fue testigo o en qué otros países sucedieron “porque existe una investigación en curso”. Pese a los cercos, Martin delinea el terreno: “Ojalá que esto pueda ayudar a algunas niñas en España, Inglaterra e Italia, que esto les de una voz y valentía para poder salir”.

Fuente: El País

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