La sensación no se altera, pero la distancia ya es apreciable. Han pasado 10 años de aquella final en Soweto, en un partido que se decidió como se habían decidido casi todos los que disputó la selección: con sufrimiento, entereza y un gol de última hora. Siguió este angustioso patrón desde el comienzo del Mundial. Hasta cuando perdió —nada menos que el primer partido— se abocó a una diferencia mínima. El 0-1 contra Suiza marcó la ruta de un equipo que rara vez disfrutó del placer de jugar. Dejó momentos aquí y allá de sus fenomenales recursos, de una convicción admirable en su peculiar modelo, pero España no ganó el Mundial con hilo de seda. Lo ganó porque estaba hecha de acero.
La magnitud del recorrido en Sudáfrica se observa ahora, después de las decepciones en los Mundiales 2014 y 2018, donde la selección regresó a su habitual territorio: eliminaciones tempranas entre disgustos y conflictos, alguno tan chusco que todavía provoca perplejidad. Nada volvió a ser igual después del gol de Iniesta. España ganó la Eurocopa 2012 en la incesante borrasca que alimentó Mourinho desde el Real Madrid, se estrelló en el Mundial de Brasil con el equipo dividido en facciones irreconciliables y naufragó en Rusia en medio del estupor que provocó el caso Lopetegui.
Se ha hablado tanto del delicado estilo de la selección que se ha desdeñado su nervio. Venía de conquistar la Eurocopa 2008, éxito inesperado. Los sucesivos fracasos en Mundiales y Eurocopas no presagiaban un giro radical. Después de un titubeante arranque en la fase de clasificación de la Eurocopa 2008, Luis Aragonés edificó un equipo joven, homogéneo y sin complejos. Su desencuentro con la Federación derivó en una salida que se interpretó como una pésima señal y una presión añadida a Vicente del Bosque, su sucesor.
España despejó muy pronto las dudas —arrolló en los 10 partidos clasificatorios— y Del Bosque agregó un grupo de jóvenes, trascendentales después en Sudáfrica. Amparados por su irrupción en el Barça que ganó seis títulos en 2009, Piqué y Busquets se convirtieron en piezas decisivas del engranaje colectivo. El resto venía acreditado por la victoria en la Eurocopa y, la mayoría de ellos, por un impresionante palmarés en las selecciones juveniles. Desde Casillas y Xavi hasta Iniesta, Fábregas y Fernando Torres, todos se sentían cómodos en las grandes competiciones. Los demás —Sergio Ramos, Villa, Xabi Alonso, Silva, Capdevila…— llegaban precedidos por el éxito en la Eurocopa.
Si alguna selección estaba preparada para afrontar un Mundial con garantías, era aquella. El escepticismo radicaba en el largo historial de frustraciones y en el agotador debate entre sustancia y estilo. Los más críticos consideraban que el juego del equipo resultaría demasiado epidérmico para las brutales exigencias del Mundial. A estas preocupaciones previas se añadió un problema aún mayor: el delicado estado físico de Iniesta y Torres.
La ruta de España en el Mundial —Suiza, Honduras, Chile, Portugal, Paraguay, Alemania, Holanda— estuvo marcada por la derrota con Suiza. Jugó mejor y con más vuelo que en el resto de los encuentros, pero perdió. Nunca un campeón del mundo había perdido su primer partido. Desde ahí, la selección se embarcó en una aventura angustiosa. Cada partido significó un desafío diferente: la obligación de vencer a Honduras, superar la aplastante presión de Chile, solucionar la amenaza Ronaldo frente a Portugal, exprimirse en los penaltis con Paraguay, imponerse de nuevo a Alemania y derrotar a una versión desconocida, por violenta y desagradable, de Holanda.
España se caracterizó en los partidos menos por la brillantez de juego que por su convicción. Y siempre encontró al jugador inspirado en cada momento decisivo: Villa —autor de cinco goles—, Casillas en el penalti que detuvo al paraguayo Cardozo y los dos mano a mano con Robben en la final, Puyol con su imponente cabezazo frente a Alemania y, cómo no, Iniesta en su inolvidable derechazo en la final.
Fue una trama de resultados apretadísimos —España marcó ocho goles en siete partidos y recibió dos— que condenó al equipo a caminar durante un mes por el alambre. La selección nunca abandonó el perfil de su juego, pero las contrariedades y lo sinuoso del camino terminaron por resaltar el rasgo que siempre había estado en duda: el vigor competitivo. No hay duda de que España ganó el Mundial con un equipo de acero.
Fuente: Santiago Segurola/ El País