BUENOS AIRES — Antes de la Mano de Dios y del Gol del Siglo, antes de la teatralización futbolística de la guerra de Malvinas que alcanzó su éxtasis con los dos goles de Maradona en el estadio Azteca y la eliminación a Inglaterra en cuartos del Mundial México 1986; mucho antes, en ese mismo estadio, un grupo de mujeres futbolistas se anticiparon a la hazaña.
En 1971, diecisiete futbolistas argentinas participaron en un mundial no oficial organizado por México. En el segundo partido, las argentinas le ganaron a Inglaterra 4 a 1 con los cuatro goles de Elba Selva —un nombre que amerita una canción, un poema, una película— en el mismo estadio Azteca, un partido que presenciaron más de 80.000 personas.
En este caso no hubo una teatralización de la guerra —más allá de que Malvinas tuvo lugar en 1982, el conflicto por el territorio data desde comienzos del siglo XX—, sino fue una puesta en acto de orfandad y carencia. Porque las jugadoras viajaron sin botines, sin médico, sin masajista, sin preparador físico y sin director técnico, además de que fueron estafadas por el empresario que las llevó y las dejó varadas en el aeropuerto luego de cobrar la presencia de las jugadoras en el torneo.
“No teníamos nada, ni plata. Como Marta Soler, la arquera, cantaba muy bien, subsistimos con lo que le daban por cantar en un restaurante donde también nos daban de comer”, cuenta Elba Selva por Whatsapp desde un polideportivo de General Rodríguez, en la provincia de Buenos Aires, donde sigue haciendo deporte a sus más de 70 años.
“No teníamos ni siquiera botines: México nos dio todo. Cuando nos dieron los botines nos fue un poco difícil adaptarnos, porque siempre habíamos jugado con zapatillas Flecha. Entonces empezamos a caminar con los botines por el hotel y a todos los lugares que íbamos”.
Hoy, nuestra selección está jugando con técnico, preparador físico e indumentaria adecuada. Logró clasificar, después de doce años de ausencia, al Mundial de Francia. Ahí logró un empate histórico frente a Japón —campeón en 2011 y subcampeón en 2015— y este viernes perdió de manera harto digna 1 a 0 contra Inglaterra, otra potencia. Y aún tiene chances de pasar a octavos de final.
“Siento algo grandísimo con lo que está pasando, es muy emocionante, por eso siempre digo en todos los reportajes que los padres dejen ir a jugar a las chicas”, dice Selva, que fue invitada a Francia a ver el Mundial con otras jugadoras del 71.
Pero, a pesar de los casi cincuenta años que pasaron entre la proeza de Elba Selva y de todo el equipo del 71, y a pesar de la clasificación al Mundial de Francia de 2019, las condiciones del fútbol femenino en Argentina no habían cambiado demasiado durante los últimos años. Hasta que una ola surfeada por las jugadoras y claramente elevada por el feminismo comenzó a impulsar una serie de reformas.
Durante 2015 y 2016, la selección no pudo jugar por falta de apoyo. En 2017, cuando volvieron a hacerlo, las jugadoras fueron al paro porque la AFA, la federación argentina, ni siquiera les pagaba los viáticos para ir a entrenar. La lucha no quedó en lo económico: también pidieron una cancha digna para entrenar, indumentaria acorde y viajar en transportes de calidad; en algunos viajes para jugar amistosos fueron en barco y tuvieron que dormir en un bus porque no tenían hotel.
En 2018, para la foto grupal de un partido de la Copa América, posaron con una mano detrás de las orejas, exigiendo ser escuchadas. Como el fútbol femenino en Argentina es amateur —se anunció su profesionalización hace unos meses, pero su desarrollo va a ser incipiente— las futbolistas que juegan en Argentina se ganan la vida con otros trabajos. Muchas veces, para poder jugar, arriesgan su trabajo.
Hace un año, la marca de la camiseta que patrocina a ambas selecciones utilizó modelos en vez de jugadoras para promocionarlas. Mientras que, en un mundo paralelo, el masculino, los modelos de la marca eran Messi y compañía. Un doble estándar y sesgo de género que hizo estallar a algunas jugadoras con declaraciones picantes sobre lo obsoleto de semejante gesto. Un gesto análogo que se repite ahora mismo, cuando para hablar de Estefanía Banini, la 10 de la selección argentina, la llaman “la Messi mujer”. Ella replica: “No soy la Messi. Es lindo que me comparen pero me gustaría que nos comenzaran a conocer por nuestros nombres”.
Banini pide algo que parece muy simple, pero que a un país machista como Argentina le parece una irreverencia: que las mujeres sean nombradas, no utilizadas como elementos de comparación.
En marzo de este año, luego de luchas gremiales y luchas en las canchas, en las calles y en las redes sociales, se anunció la profesionalización del fútbol femenino. Antes de eso, en noviembre, en el partido de ida del repechaje contra Panamá con el que clasificaron al Mundial, llevaron 12.000 personas —en su mayoría mujeres— a la cancha de Arsenal de Sarandí, en la provincia de Buenos Aires.
El fútbol femenino argentino se parece mucho al feminismo argentino: pone el cuerpo, lucha por sus derechos y, en vez de hacer una teatralización de la guerra en la cancha, se perfila y recrea como un ejercicio de empoderamiento, individual y colectivo, con una tribuna que las acompaña y que canta:
Y dale alegría alegría a mi corazón / una cancha disidente es mi obsesión / que entren todos los cuerpos, gritemos gol / un caño al patriarcado y la opresión / Ya vas a ver, el fútbol va a ser de todes o no va a ser / y sí, chabón, llevamos en los botines revolución.
Fuente: The New York Times