Claire Vaye Watkins no supo de la fama criminal de su padre y de su penetración en el imaginario colectivo de la generación de los años sesenta en Estados Unidos hasta que fue demasiado tarde. Cuando se enteró, él llevaba cuatro años bajo tierra. La pequeña Claire Vaye Watkins (Bishop, California, 1984) creció convencida de que Paul Watkins, su padre, que en otro tiempo había sido la mano derecha del asesino Charles Manson, era un padre corriente. Un buen padre que simplemente había tenido mala suerte y había muerto antes de tiempo. Pero nadie puede pretender estar a salvo de una maldición así para siempre. Claire, que acaba de publicar Nevada (Malas Tierras), un sorprendente libro de relatos, tenía 10 años cuando su madre le entregó el titánico Helter Skelter, el ensayo de Vincent Bugliosi sobre los crímenes de la familia Manson (editado este año en España por Contra): al consultar el índice descubrió que el nombre de su padre aparecía mencionado en 36 páginas.
Alguien se había metido con su hermana Lise en el colegio. Le había dicho que era hija de un asesino y la niña, que entonces tenía nueve años, llegó llorando a casa y quiso saber si era verdad. Lo primero que hizo fue contárselo a su hermana Claire, que miró el recorte de periódico que la chica le tendió y vio a su padre, de quien tenía un recuerdo borroso, jovencísimo en una fotografía junto a Charles Manson. “Por entonces no sabíamos qué o quién era Charles Manson. Pero su nombre daba miedo. Estaba asociado a algo diabólico”, contó en un artículo en The Guardian. Corrió a buscar a su madre. Sus pies descalzos golpeando el suelo de madera de su casa en Tecopa, California, en pleno Death Valley, el desierto de Mojave, en Nevada. Se lo dijo. Su madre le tendió el Helter Skelter. El resto, como suele decirse, es historia.
Una historia que podría empezar de muchas maneras, como el relato con el que abre su libro, Nevada, una mutante pieza titulada Fantasmas, cowboys. En ella recuerda aquella enésima vez en la que —colocada, en el cuarto de la residencia universitaria— contó la historia de cómo primero su padre se dejó seducir por Manson y luego, cuando vio que la cosa iba en serio y que alguien estaba perdiendo la cabeza más de la cuenta con Helter Skelter, de los Beatles, se echó atrás y se fugó, para, una vez descubiertos los primeros cadáveres, acabar testificando en contra del tipo que había sido su Jesucristo particular durante demasiado tiempo. [Helter Skelter pasó a formar parte del universo de canciones malditas cuando Manson reveló que se había inspirado en ella para planear los asesinatos de la esposa de Roman Polanski, Sharon Tate, y sus invitados]. Claire Vaye Watkins podría seguir también rememorando qué pasó el día en que descubrió que su padre le había hecho una felación a Charlie (como él solía llamarle). ¿Hacían los padres ese tipo de cosas con asesinos?
También podría partir del momento en el que se mudó a Los Ángeles y pasó un día tras otro diciéndose que, aunque no le costaría nada, aunque solo era cuestión de meterse en el coche y conducir, jamás iría al rancho Spahn, hogar de la familia Manson y uno de los escenarios de la monumental Érase una vez en Hollywood, la última película de Quentin Tarantino. Aquel lugar al que su padre se dirigió tras subirse a la demoniaca van negra del grupo, convencido de que aquella gente solo quería pasar un buen rato, practicar un montón de sexo y hacer música.
Tal vez con esa intención, con la intención de invocar el fantasma de su padre para apartarlo de su camino definitivamente, Watkins da forma al primer relato de Nevada, el relato de los mil principios. Un relato que es como una muñeca rusa que expone aquello de lo que nunca podrá huir —que es hija de Paul Watkins, con todo lo que eso implica— desde distintos momentos de su vida, la de su padre y los que le rodearon, como el viejo y ciego George, el tipo al que Brad Pitt visita en Érase una vez en Hollywood.
Y a la vez la escritora traza una historia del apartado lugar del mundo al que va a dedicar el volumen. Fantasmas, cowboys es, podría decirse, el mapa sentimental de lo que está por venir. Hasta nueve relatos más, de aliento cartográfico —el protagonista es, como dice el título de la colección, el Estado de Nevada y su peculiar y cruel paisanaje— y árido; cruel y salvaje desencaje existencial; 10 piezas de un gótico norteño, como el de Joy Williams, weird, pero también visceral y maldito.
“Mi padre no mató a nadie. Y no es ningún héroe. Esta no es esa clase de historias”, dice la narradora de Fantasmas, cowboys, la propia Claire Vaye Watkins. Y la frase podría hacerse extensible al resto de los protagonistas del volumen, chicas condenadas a ser brutalmente utilizadas y desechadas (Rondine al nido), tipos que no están donde deberían (Pasado perfecto, pasado continuo, pasado simple) y parejas que, como en los cuentos de Raymond Carver y Richard Ford, discuten hasta hacerse añicos (Ojalá estuvieras aquí).
Por esta colección de relatos, que dio paso a una novela apocalíptica (Gold Fame Citrus) ambientada en el desierto que no puede evitar habitar, el desierto en el que nació y en el que vivirá para siempre en su cabeza, Watkins recibió, entre otros, el Dylan Thomas Prize. Le daría las gracias a su padre e incluso a Charlie, dice, si pudiera. Porque como le recuerda la voz de Paul Watkins desde su iPod —desde una vieja grabación que su padre envió, ya enfermo, a un tal Nick en 1988—, “no hay nada malo en no saber quién eres”.
Fuente: El País