Mary Shelley descubrió la maternidad y la escritura novelística al mismo tiempo. Su embarazo coincidió en parte con la creación de Frankenstein o el moderno Prometeo, pero la pequeña Clara Everina Shelley no sobrevivió al primer año de vida. En cambio, su novela ha llegado hasta nosotros con la misma intensidad eléctrica y cicatrizante del primer día.
Se publicó en 1818: han pasado doscientos años exactos. Dos siglos durante los cuales la criatura no ha parado de crecer, cada vez más monstruosa. Como recuerda Lorenzo Luengo en su excelente prólogo del volumen colectivo Frankenstein resuturado (un proyecto de Fernando Marías para la Editorial Alrevés), no solo se hicieron varias ediciones de la novela poco después de publicarse, también se multiplicaron enseguida las versiones teatrales piratas. Comenzaba su transformación en mito, su destino transmedia.
La madre de Mary murió en su parto, como nos recuerda ella misma en la serie The Frankenstein Chronicles. Esos fantasmas —los de la maternidad atravesada por la muerte— son los que narra Elena Odriozola en el precioso y teatral relato sin palabras que preludia la edición de la novela que ha publicado Nórdica. Treinta y tres dobles páginas ilustradas que, en lugar de acompañar el texto, lo reimaginan, lo reinterpretan, lo reinventan. En clave biográfica y materna.
No creo que sea casual que realice una operación parecida la serie británica que se estrenó en 2015, pero ha sido lanzada internacionalmente por Netflix en este año de bicentenario. También en ella la autora aparece como personaje. La vemos en el lecho de muerte del poeta y artista William Blake. La vemos como madre viuda que sufre las consecuencias del éxito de su obra, que ha manchado con la viscosidad de la blasfemia a la familia noble de su marido. La vemos como personaje secundario de una obra que en sus nueve décimas partes es realista.
Prometeo, le dice Mary Shelley en la pantalla al inspector John Marlott, es un símbolo para “todos los que nos oponemos a la tiranía y la opresión”. Y añade: “Las personas como Blake o como yo creamos cosas insólitas y extrañas en que los hombres pueden verse reflejados”.
En nuestro siglo XXI, la mujer escritora —real y visionaria— nos empieza a parecer tan interesante como el científico y como el monstruo que creó —ambos de ficción, ambos hombres—. La escritora que se opuso a la opresión masculina y que retrató el ego infinito de los hombres de su generación en la figura de Victor Frankenstein.
The Frankenstein Chronicles comienza en una orilla del río Támesis plagada de restos de naufragios. Junto con las cajas rotas y las barcas hechas añicos, llegan cerdos muertos y el cadáver de una niña confeccionado con ocho cadáveres de ocho niñas. Ese vertedero es una máquina azarosa de producir collages. Y ese cuerpo es un collagehumano.
Aunque la cirugía plástica permita entender literalmente la presencia de la figura de Frankenstein entre nosotros, no es en la criatura sino en la mirada del doctor Frankenstein donde Mary Shelley proyectó el futuro. Un siglo antes que los cubistas, en clave fantástica (que es como el ser humano siempre ha pensado el futuro), la escritora imaginó la vida que surge de varios fragmentos de vida. La vida hecha de textos robados en contextos distintos.
“La invención, hay que admitirlo humildemente, no consiste en crear del vacío, sino del caos”, escribe la propia Mary Shelley en su introducción: “En primer lugar hay que contar con los materiales; puede darse forma a oscuras sustancias amorfas, pero no se puede dar el ser a la sustancia misma”.
La creación de la obra literaria, por tanto, siguió el mismo método que la creación del ser abominable: “La sala de disección y el matadero me proporcionaron muchos de mis materiales”, dice el protagonista en la novela. Y cuando tras dos años de trabajo experimental concluye su obra, leemos: “Yo lo había observado atentamente durante el tiempo en que estuvo sin terminar; entonces era feo; pero, cuando los músculos y las articulaciones adquirieron movimiento, se convirtió en un ser que ni el propio Dante habría podido imaginar”.
En su monstruo están, en potencia, el collage y el zapping y el remix y las ventanas que se abren y se cierran en la pantalla de un ordenador. Las estrategias de lectura que se han ido imponiendo. Pero no solo se proyectan hacia el futuro la forma de la novela, que une al relato con el género epistolar, o la forma del monstruo, que cose fragmentos en un todo. También en la relación entre el creador y la criatura, entre el filósofo natural y su vida e inteligencia artificiales, vemos sombras y discursos que atraviesan dos siglos.
Desde el galvanismo hasta Penny Dreadful, pasando por Metropolis(1927), de Fritz Lang. Etiquetas como #muertededios, #terror, #creatividad, #reciclaje o #posthumano. Porque los clásicos no son solo camaleónicos, y se adaptan a las ideas centrales de cada época; también son reptiles, van cambiando de forma y de lenguaje, es decir, de piel.
Fuente: The New York Times