¿Cuál es el momento óptimo para publicar un libro? Los que respetan la literatura, dirán que cuando el autor tiene algo valioso que decir. Los que respetan la estrategia y la rentabilidad económica del mercado editorial, dirán que cuando las estimaciones señalen que hay un público lector potencialmente digno, al menos para lanzar una primera tirada: ya sea porque el escritor es famoso o porque el tema que trata cae de pie en medio del debate social. En el contexto actual -mejor dicho: en el contexto previo a la crisis del coronavirus-, la burbuja editorial era tan asfixiante que se había basado en la ultraproducción de obras como táctica para subsistir. A veces ya no importaba ninguno de los factores: sólo seguir echándole gasolina a la máquina. Los datos avalan una sobresaturación literaria sin precedentes.
Estas reflexiones sobre el mercado y el talento enrocan directamente con la publicación de En tiempos de contagio (Salamandra), el primer libro que sale a la venta sobre el Covid-19 cuando apenas comenzamos a sentir sus estragos. Se lanza hoy en formato digital y lo escribe Paolo Giordano (Turín, 1982) desde una Italia devastada por el virus. El escritor alcanzó una fama considerable a los 26 años gracias a su best-seller La soledad de los números primos, que, además, ganó el premio Strega en 2008.
Escrito en menos de un mes
Giordano comenzó a escribirlo el 29 de febrero, ni tan siquiera un mes antes de su publicación: si nos ponemos núbiles, podemos intentar augurar una especie de lucidez prematura en el autor. Quizás él ya haya visto cosas que nosotros no sabemos -especialmente en España, que sigue la estela pandémica de Italia-. Quizá él haya alcanzado reflexiones más profundas, más lúcidas, más inspiradoras y edificantes. Es lo que uno desea creer antes de abrir un libro: que va a salir cambiado de ahí.
Pero lo cierto es que, habiéndolo leído, uno entiende: entiende que el testimonio de Giordano es tan valioso como el de cualquier ciudadano medio con un grado razonable de discernimiento. Entiende que ésta es una obra insustancial, escrita descaradamente para aprovechar el tirón de nuestra ansiedad por el encierro. Entiende que no aporta nada reseñable y que, a ratos, ni siquiera suena ya vigente, con miles de nuevos muertos sumados al día y un estado de pavor colectivo cada vez más espeso que nos lleva a sendas mucho más oscuras del pensamiento.
No nos trae un mensaje mínimamente revelador, no uno más allá del que ya amasamos confinados en nuestras casas desde hace días: el de la responsabilidad colectiva. Por no traer, no trae ni estilo. Es sobrio, naif, seco: se debate entre la autoindulgencia del diario íntimo y el aburrimiento del atestado policial -puramente descriptivo de unos hechos que no nos suenan inéditos en absoluto-.
Dice el autor que se apoya en su experiencia como físico para arrojar algo de luz: es falso, las aportaciones científicas son mínimas, núbiles, para dummies. Es probable que este texto -breve e indoloro, insignificante- hubiese tenido mucha más cabida en una serie de artículos publicados en prensa que en una obra editada. Al menos ahí habría entendido su vocación de descripción del presente y no hubiese jugado a la perdurabilidad o a la trascendencia -que es a lo que, antaño, jugaban los buenos libros-. En el fondo, el libro revela una pretenciosidad terrible: el autor realmente ha sentido que lo que él experimentaba era diferente a lo que podemos sentir cualquiera de nosotros.
Hilera de obviedades
Arranca con un capítulo llamado Vacío, que, no obstante, es una gran forma de vaticinar lo que vendrá después. La nada subrayada con luz blanca de hospital. Gélida. “La epidemia del Covid-19 va camino de convertirse en la emergencia sanitaria más importante de nuestra época. No es la primera ni la última, ni siquiera la más espeluznante (es probable que al terminar no haya causado más víctimas que muchas otras); sin embargo, a tres meses de su aparición ya ha marcado un hito: el Sars-Cov-2 es el primer virus que logra extenderse así de rápido a escala mundial”, empieza.
“Escuelas cerradas, escasos aviones en el cielo, pisadas solitarias resonando en los pasillos de los museos. Un silencio insólito por doquier”. Sí. Nos suena. “He decidido dedicar este vacío a escribir para mantener a raya las especulaciones funestas y buscar una mejor manera de encarar todo esto: a veces, la escritura consigue actuar como un lastre que nos mantiene los pies en el suelo. Pero existe otra razón: no quiero perderme lo que la epidemia está revelándonos acerca de nosotros mismos”.
Spoiler: se lo pierde. Luego nos habla de su pasión por las matemáticas como “estrategia para ahuyentar la angustia” y clasifica a los seres humanos en tres boles -los “susceptibles”, los “infectados” y los “removidos”: estos últimos son los que ya no pueden contagiarse de nuevo porque han fallecido o se han curado-. Dice obviedades como que los contagios no aumentan de forma lineal, que “la fase más difícil es la de la paciencia” o que, al comienzo de la pandemia, rechazó ir a una fiesta de cumpleaños de un amigo por el bien de todos los asistentes. Nos ha pasado: claro.
Habla de que su padre le enseñó que “en ocasiones la valentía consiste en saber renunciar”, que el contagio ha traído “mucha soledad”, que de pequeño padeció una enfermedad sencilla que le hizo permanecer en cuarentena y ponerse guantes cada vez que salía de su habitación: eso hizo que el día de su cumpleaños se pusiese a llorar. También apunta al trato de la prensa y a la idea de globalización -vaya, ni siquiera habíamos reparado en que pudiese estar interfiriendo en esto- para acabar concluyendo, citando a John Donne, que “nadie es una isla”. Otro verso trillado para un libro lleno de lugares comunes.
Fuente: El Español