Película subversiva por donde se le vea, Ema es atípica en la filmografía del chileno Pablo Larraín, pero es también un comentario crítico ardiente (y no solo por el personaje del pirómano Polo que es casi un McGuffin que deja de cabeza el entorno de sus padres adoptivos, Ema y Gastón) sobre las sacrosantas instituciones familiares. Subvierte la figura de la familia nuclear, la de la madre abnegada, la de la pareja ideal, la de la jerarquía de la alta cultura, la de la mujer sumisa que acata las reglas sociales. Y lo hace a través de un personaje femenino no solo que lucha por su libertad, sino que lo hace a partir de acciones en un feminismo activo y beligerante que responde a la descalificación social que la señala como una madre fracasada.
Ema (espléndida María Di Girolamo) y Gastón (Gael García Bernal) devuelven a su hijo adoptado Polo porque no pueden hacer nada con este chico que ha quemado el rostro de la hermana de ella y ha metido un gato al congelador, lo que deviene en un deterioro de su relación ensuciada por el machismo tóxico de él, quien la violenta verbalmente repetidas veces con frases del tipo: “duele mucho más el abandono de una mamá. La traición de una mamá así, de una mala mujer, mala madre”, mientras ambos están sentados en la cama o sus acusaciones enfrente de la compañía de danza contemporánea en la que ambos trabajan y que él dirige.
Ella es expulsada por su comportamiento, pero lejos de que esto la doble, es el factor para que Ema se libere y derrumbe todas las convenciones que la han atado a lo largo de su vida, quemando literalmente todas sus naves para arrancar de cero. Larraín confronta las convenciones incluso a partir de su estética a ratos videoclipera. Así, las calles, el reguetón, la pasión y la destrucción (ese semáforo simbólico del principio) son las herramientas de un cambio activo propositivo y tajante que se opone a esa cultura acomodaticia de la compañía de baile, la música clásica, la monogamia, las preferencias sexuales impuestas y el qué dirán.
La fotografía de Sergio Armstrong es poderosa. No sólo por el uso de los contrastes para hacer estupendos juegos de sombras con los cuerpos de los actores, sino por el formalismo de los encuadres, la minuciosa parsimonia de los movimientos de cámara y la plasticidad que contrastan con la tragedia que vemos en pantalla: la de una Ema atacada y señalada por las convenciones sociales machistas a las que finalmente hace frente.
La música de Nicolas Jaar juega un papel muy importante para puntualizar las emociones y remarcar los ambientes. Y no se diga el diseño sonoro, que sumerge de un tris en la mente revuelta y cambiante de Ema, en sus emociones y en el duelo por el que atraviesa. Un duelo simbólico pues haber devuelto a su hijo adoptivo y sufrir la culpa social que la señala hacen que una parte suya se resquebraje y no vuelva más, hasta ese final en el que la maternidad al fin surge como ella la ha deseado, donde la música y el diseño sonoro reafirman su simbiosis, donde Raquel (Paola Giannini) y ella han encontrado su rumbo y los hombres han devenido en meras comparsas.
Ema confronta las convenciones sociales con una película en la que el chileno Pablo Larraín se confirma como un cineasta fundamental en el cine contemporáneo, capaz de hacer de la formalidad técnica un acto subversivo, a partir de una historia imperdible.
Fuente: Cinepremiere