Sofía (Ilse Salas) es la reina: una niña bien. Con sus vestidos de diseñador, sus bolsas Gucci y su Grand Marquis color champagne, el mundo se rinde a sus pies. Sin embargo, ese mundo, el que coronó a Sofía, es el de la inflación, la fuga de capital y la deuda externa en un convaleciente México de inicios de los años 80.
Pero Sofía y sus amigas sólo sospechan lo que pasa en el país, escuchan con incomodidad la preocupación disfrazada de sus esposos, miran la crisis por encima de sus hombros. Entre lujos y pretensiones, su vida es seguida por la directora Alejandra Márquez Abella en Las niñas bien, su segundo largometraje de ficción, basado en los personajes creados por la escritora mexicana Guadalupe Loaeza.
La riqueza de la clase alta mexicana es descrita a través de un tufo rancio de las amistades falsas, la hipocresía y los rumores sobre quién tiene más o quién tiene menos dinero: el pase de lista de los triunfos y las desgracias. Márquez Abella construye un mapa entre la lucidez y la desesperación de Sofía cuando descubre que su familia está en bancarrota: con la altivez y soberbia que la caracterizan, la caída del mundo pudiente será representado a través de su voz en off, que relata fragmentos de un romance imaginario con Julio Iglesias, una de las estrellas del momento.
Márquez Abella sabe cómo situar a esta sociedad mexicana en escenas con diálogos sencillos que describen todo lo que se está desmoronando y que la fotógrafa, Dariela Ludlow, hace tangibles con encuadres que construyen una perfección incompleta, frágil y falsa. Conforme la desesperación de Sofía avance y sus amigas comiencen a rechazarla del círculo social, la tenacidad conservará su dignidad.
La conjunción con elementos de la época (diseño de arte y vestuario) logra que este viaje hacia la decadencia se sature de tensión. Con su mirada perdida y una sonrisa sarcástica que oculta su desesperación, Ilse Salas encarna a la mujer que, más allá de encajar en el prototipo de la esposa trofeo, debe sostener el equilibrio de la familia ante la figura ausente y temerosa del hombre que no sabe afrontar los problemas.
Así, aunque Las niñas bien parezca estar instalada en un mundo trivial por excelencia, detrás de todas las reuniones frívolas, las charlas de las últimas vacaciones de verano por Europa, el menú gourmet y los partidos de tenis, la visibilidad de sus privilegios es proporcional al dolor y la ansiedad que experimentan día a día en un mundo en donde la mayor vergüenza es que la tarjeta de crédito sea rechazada.
Las niñas bien, entre la comedia y el drama, también es un cuento de terror, algo alarmante que, misteriosamente, tiene algo de belicoso para esa época (y la nuestra): las mujeres están al borde del pánico. Sofía es una pulcra y perfumada bomba de tiempo; lo es porque el significado de su vida está en sus privilegios, pero también está en ese estado por tener que soportar el peso de las apariencias, los trajes sin arrugas, la piel y las uñas perfectas, delicadas y exquisitas que, en teoría, deben personificar a una buena mujer.
Con el supuesto deber ser que significa pertenecer a un estrato social, Las niñas bien no mira con condescendencia a Sofía ni a sus amigas y, al contrario, construye un acertado retrato mordaz con una lectura crítica atemporal. La necedad y la eventual resignación de Sofía la alejarán del concepto infantilizado, discreto y sosegado de una mujer en la época de López Portillo: la ama de casa de Las Lomas, la reina, la “niña bien”.
Fuente: Cinepremiere