A menudo, al hablar de cine, se confunden los conceptos de terror y horror. Desde luego, el primero es el más utilizado para clasificar aquellas cintas que, de primera instancia, nos causan miedo. Pero el segundo por lo general queda relegado para propuestas más atmosféricas o sobrenaturales que nos provocan desagrado. Sonríe, el debut en largometraje de Parker Finn, logra combinar con maestría ambas sensaciones.
Finn presenta la película como una expansión de su corto Laura Hasn’t Slept, que fue elogiadísimo en el festival South by Southwest en 2020. En esos 10 minutos, se cuenta la historia de Laura, una joven que acude con su terapeuta para expresarle que, en los últimos días, le ha costado conciliar el sueño gracias a una pesadilla recurrente: alguien la persigue para matarla, pero tiene diferentes caras y, además, le sonríe siempre que está por tomar su vida.
Como en la película no se cambia el nombre de la protagonista ni es una actriz diferente quien la interpreta, bien podría aceptarse como una secuela larga. Ahora, Laura –quien tiene el apellido Weaver– (Caitlin Stasey, de presencia inquietante) acude con una nueva terapeuta, la doctora Rose Cotter (Sosie Bacon), para hablarle de la misma pesadilla. En esta ocasión, atestiguamos lo que le pasa a la terapeuta en su vida cotidiana después de que su conversación con la paciente acaba en tragedia: Rose empieza a ver las mismas cosas que Weaver, esté dormida o no. Además, se ve inmersa en una serie de eventos estremecedores.
A partir de esta premisa, el filme se permite jugar con las reglas propias de los conceptos que mencionamos antes. Todo lo que está en escena nos causa miedo y, de hecho, siempre estamos expectantes de que algo terrible suceda, pero, cuando el evento razonable llega, también pasa algo aborrecible que no tiene explicación y que nos descoloca. Es decir, la incomodidad nunca se detiene. La propuesta nunca nos suelta. Nunca. Si eso es algo bueno o malo, ya será una decisión individual basada en gustos, aunque no se puede negar que cumple con lo que promete, que es mantener nuestra atención y perturbarnos.
Para ello, el realizador utiliza varios recursos técnicos que ya son conocidos, pero que están tan bien ejecutados que ayudan a acentuar la incomodidad. Primero, llama la atención que se optó por que una gran parte la acción suceda en entornos muy iluminados. Contrario a otras cintas que se disponen a ser escalofriantes por su oscuridad visual y juegos de luces, aquí sólo hay una atmósfera sórdida que no recurre a trucos, mismos que en otras propuestas funcionan, pero que aquí serían distractores.
También es importante hablar del manejo de cámara. El cinefotógrafo Charlie Sarroff hace un uso interesante de planos generales y tomas invertidas que constantemente nos recuerdan que el objetivo de la película es hacernos pasar por distintos estados de ánimo. Sarroff se divierte experimentando con ángulos desafiantes, y cambiándolos a una velocidad trepidante –parecido a lo que se hace en cintas como Upgrade: Máquina asesina (2018) o El hombre invisible (2020)–. La paleta de colores también es un elemento clave para confundir al público. Está conformada por tonos alegres que crean una evidente dicotomía cuando se contraponen con las situaciones escabrosas que son el eje principal de la historia.
Para complementar esto está la edición, realizada por Elliot Greenberg, que mantiene el ritmo y el enfoque de la trama en todo momento. Exceptuando el prólogo, que comprende los primeros 40 minutos de la película, el resto de metraje se percibe coherente y consistente. No hay escenas de relleno y todo tiene una razón de ser.
Cerrando el apartado técnico tenemos la música incidental, compuesta por Cristobal Tapia de Veer. El martilleo saturado de vibración producido por el sintetizador es a ratos tenue y a ratos ensordecedor, abonando a la angustia.
No obstante, la renuencia de Sonríe a ser ordinaria se vuelve más notoria en el fondo que en la forma, y su principal virtud es su honestidad. Honestidad que viene desde el guion perfectamente estructurado, escrito por Finn. Aunque toma prestados algunos tropos de clásicos de género estrenados en la década de los 2000 y cuenta con un clímax un tanto genérico, es fresca gracias a que interpreta tales tropos de manera distinta a lo que se espera. Conciso, directo, sin pretensiones y sin resoluciones apresuradas, se toma el tiempo para hacer que las cosas pasen cuando es necesario. Claro, sin sacrificar dinamismo. El balance se agradece. Por si fuera poco, se hace un constante uso de los jumpscares, pero son construidos de manera lógica, así que no están fuera de lugar.
Aunado a esto, Finn entiende que un buen guion es aquel que es humano e identificable. No es necesario sobreanalizar. Es mejor solamente disfrutar el alocado viaje. Pero tampoco se puede pasar por alto que, de vez en cuando, se insertan críticas a la crueldad con que la sociedad trata a las personas que se ven, actúan o piensan diferente. También se habla de la necesidad, a veces desesperante, de otras personas por contagiarnos lo que sienten.
La actuación de la estelar encaja perfectamente con el elemento identificable. Sosie Bacon tiene una personalidad afable y natural que se gana a la audiencia de inmediato y así, será más fácil acompañarla en su travesía. Poco importa que estemos al borde de un ataque de nervios.
Justo eso es lo que hace del proyecto uno de los mejores del año: la manera despreocupada en la que hace lo que quiere con quienes están del otro lado de la pantalla. El retorcido resultado es tan adrenalínico y corrosivo que no se puede evitar sonreír mientras corren los créditos.
Fuente: José Roberto Landaverde/ Cinepremiere