El juicio de los 7 de Chicago, ya en Netflix

Por  Staff Puebla On Line | Publicado el 25-10-2020

En octubre de 1968, la convención del Partido Demócrata debía elegir su candidato presidencial. Las cosas habían cambiado en los últimos meses. Los días parecían más veloces que nunca. El presidente Johnson tuvo que resignar sus ansias de reelección debido al descrédito por la creciente participación norteamericana en Vietnam. Luego quien parecía el candidato perfecto a sucederlo, Bobby Kennedy fue asesinado; esta muerte se produjo poco después de otra que hizo cimbrear a la sociedad de Estados Unidos, la de Martin Luther King.

El vicepresidente Hubert Humphrey iba a ser elegido como candidato. Una mala elección: era Johnson, aunque sin el carisma y el pasado de LJB. Pero antes de eso, antes de que su candidatura quedara firme, en esos cuatro días de discursos, ritos y apoyos, fuera de la sala en la que los delegados jugaban a la política, las calles de Chicago ardieron.

Lo que produjo los disturbios fue un cóctel de presión social, grupos de protesta organizados, un clima de época efervescente, la resistencia que producía la guerra de Vietnam y la militarización de la ciudad por parte del alcalde Richard Daley. El alcalde quiso demostrar que en un año violento (los riots tras la muerte de Martin Luther King se habían extendido por todo el país), él podía asegurar el orden en su ciudad y que el camino era la mano dura. Entre policías y tropas federales 15.000 hombres armados sitiaban la ciudad.

Las distintas organizaciones pacifistas decidieron movilizarse a Chicago para expresar su oposición a la guerra y al presidente Johnson. La ciudad se puso firme en prohibirles manifestarse frente al lugar en el que se llevaba a cabo la Convención. Tampoco les permitió realizar un festival musical (Festival por la Vida se llamaría). Cada pedido para realizar una marcha o un acto público fue rechazado por los funcionarios. Los manifestantes (sus líderes) sabían que los choques serían inevitables y que eso redundaría en su causa. Otra consecuencia de ese clima fue que la candidatura de Humprhey, débil en sí misma, quedaría famélica después de esos cuatro días. Richard Nixon ganaría las elecciones. Y todo sería peor.

La administración demócrata decidió no juzgar a nadie por los disturbios. Consideró que las revueltas se produjeron en gran medida por la represión policial. Pero con el nuevo gobierno todo cambió. Los republicanos querían que el escarmiento, desde el inicio de su gestión, se explicitara; que todos entendieran que eran nuevos tiempos y que imperaría el orden. Además creían que habían encontrado un buen motivo para encarcelar a los principales promotores de las protestas.

El Departamento de Justicia decidió juzgar a un Dream Team de la protesta. Ocho que fueron altamente representativos.

Líderes de las principales organizaciones que se oponían a la guerra, los que llevaban adelante a los Yippies (el partido de la juventud: los hippies organizados y en busca de la revolución) y para que la ensalada estuviera completa el fundador del partido revolucionario negro más activo, las Panteras Negras. Para equiparar, para dar la apariencia de ecuanimidad, también se ordenó llevar a juicio, en otra causa, a ocho policías acusados de excesos.

El Juicio de los Chicago 7 es un reciente estreno de Netflix. La película de Aaron Sorkin (guionista de Moneyball, The West Wing, Newsroom y a Red Social, entre otras) recrea el juicio a los acusados de organizar las protestas que tuvieron lugar en Chicago durante esa Convención Demócrata de 1968. El juicio fue uno de los hitos de la contracultura; expuso durante varios meses las posiciones antibélicas de los distintos líderes. Los principales personajes son encarnados por actores de gran popularidad como Sacha Baron Cohen, Michael Keaton, Eddie Redmayne o Frank Langella.

El juicio ya fue llevado a la pantalla en varias oportunidades. Varios documentales y en especial dos largometrajes. El primero, Conspiracy The Trial of Chicago (producido por HBO) en el que se reproduce el juicio a partir de las actas taquigráficas. Elliot Gould es uno de los abogados. Y en medio de las escenas de las audiencias se sobreimprimen testimonios documentales de los protagonistas a casi dos décadas de los hechos. El segundo se estrenó en el 2007. Chicago 10 tiene grandes hallazgos documentales y las audiencia son recreados a través de dibujos animados, una vez más en base a las actas taquigráficas.

Abbie Hoffman, Jerry Rubin, David Dellinger, Tom Hayden, Rennie Davis, John Froines y Lee Weiner fueron los Siete de Chicago. El juicio fue tal como dijo Jerry Rubin como los Premios Oscar de la protesta.

El abogado defensor también era una celebridad. William Kunstler era especialista en defender causas de referentes políticos y sociales, de representantes de las minorías. Perfil alto, de movimientos exuberantes y teatrales, identificación política, estilo firme y siempre combativo. A lo largo de su trayectoria, Kunstler rechazó varios casos por no comulgar con los postulados políticos de los acusados.

Él era el que debía enfrentar, al menos, cuatro frentes simultáneos. Por un lado debía derribar las acusaciones de la fiscalía y convencer a un jurado que se veía poco permeable a los intereses de sus defendidos; por el otro tenía que lidiar con el complicado juez Hoffman; también luchaba con el frente interno: cómo mantener juntos a personajes tan disímiles y con perfil tan alto como el de los siete; por último, lideraba no sólo la estrategia judicial sino la comunicacional, el juicio también se disputaba en las calles, canales de televisión y diarios.

A cargo del proceso estaba el juez Julius Hoffman (interpretado magistralmente por Frank Langella), un hombre de 74 años seco y recio que desde el principio mostró hostilidad hacia los acusados. Confundía los nombres de los personajes, no admitía ningún recurso de la defensa ni siquiera sus objeciones, limitó varios importantes medios de prueba y repartió, cual referí enloquecido que revolea tarjetas rojas al aire, imputaciones de desacato. En la vida real su accionar fue tan rígido y parcial como en la película o aún peor. Todos los acusados y los miembros de la defensa, al finalizar las audiencias debían más de dos años de prisión en virtud de los múltiples desacatos. Sin embargo, Julius Hoffman siguió ejerciendo la magistratura hasta su muerte en 1983.

Los acusados entendieron que el proceso tenía una dimensión política que prevalecía sobre la jurídica. Las acusaciones que pesaban sobre ellos eran de conspiración y de incitar a la violencia traspasando varios estados para hacerlo. Se utilizó una ley de ese año que tenía como fin legislar sobre los reclamos raciales. Por ese motivo, la postura de los sentados en el banquillo, excedió el mero fin de convencer al jurado de su inocencia, por eso levantaban la voz y coleccionaban desacatos del parcial juez. Querían subrayar su mensaje, aprovechar la tribuna que el juicio les daba y se mostraban algo resignados respecto a su suerte personal.

Abbie Hoffman ya era una celebridad. Convocaba miles de jóvenes, hacía rutinas de stand up comentando la realidad y proponía una revolución cultural. Fue fundador de los Yippies (Youth International Party). Fue una de las voces del Flower Power y del movimiento contracultural de fines de los sesenta. Desafiante, gracioso, inteligente y siempre con una provocación más debajo de la manga.

Con el juicio llegó a la tapa de la Rolling Stone: Chicago, el juicio a la nueva cultura. Tuvo un best seller que, paradójicamente, llamaba a no comprarlo: Roba este libro se llamó. Con los shows que brindaba mientras se llevaba a cabo el juicio, sacó un disco que tuvo éxito. En Woodstock interrumpió la actuación de The Who, lo que le valió empujones e insultos de Pete Townshend. Durante las siguientes décadas siguió siendo vocero de la contracultura y del pacifismo. El legajo suyo en el FBI llegó a tener más de 15.000 páginas. En 1989 se suicidó con una sobredosis de sedantes.

Pese a lo que muestra la película, la conducta de Hoffman durante las audiencias fue bastante correcta. Fue de los que menos desacatos acumuló. Se supone que por ser el personaje de perfil más alto, se le pidió más recato que a los demás. Sin embargo un día ingresó disfrazado con una toga para emular al juez y era uno de los que a viva voz gritaba “Denegada” a cada objeción interpuesta por su propio abogado, para mofarse del juez que era su homónimo. El juez aclaró al principio de las audiencias que pese a llevar el mismo apellido nada tenía que ver con Abbie.

De todos los personajes Jerry Rubin es el que es dibujado con menor cariño. Interpretado por Jeremy Strong (el hijo díscolo en Succession) es como si los actos posteriores al juicio hubieran condenado a Rubin a ser caricaturizado. Tiempo después dejó el activismo político y ganó fortunas con inversiones en Wall Street. Una sola letra hizo la diferencia. De Yippie a Yuppie. Pero Rubin, muestran las imágenes documentales, era como el resto de los acusados muy articulado para hablar: llama la atención lo elaborados de los mensajes públicos de los siete, discurso mucho más complejos y con una búsqueda menor del impacto de los que estamos acostumbrados a escuchar en la actualidad.

Tom Hayden era joven y lideraba un grupo anti belicista que se oponía a la guerra de Vietnam. Continuó en la vida pública por muchos años. Fue elegido legislador en varias ocasiones. Su prédica pacifista no sólo le hizo cosechar votos y un escaño sino también el amor de Jane Fonda con quien estuvo casado 17 años. Luego del divorcio, Hayden se casó con la actriz Barbara Williams.

Por el juicio pasaron también varias celebridades. Norman Mailer dio un encendido discurso y no se dejó interrumpir por el fiscal, Phil Ochs y Judy Collins intentaron cantar desde el estrado ante la desesperación del juez Hoffman, pero tal vez quien se llevó todos los premio por su actuación fue el poeta beat Allen GInsberg. Era considerado el líder espiritual, casi religioso, de los Yippies. Encabezó varias de las marchas de esos días. El fiscal le hizo recitar tres de sus poemas. Eran versos eróticos que hablaban de una amor homosexual. GInsberg contó que se trataban de poemas que representaban sueños húmedos. Los gestos del conservador jurado se retorcieron.

Las objeciones de Kunstler no fueron escuchadas. Así se desató una batalla de gritos, insultos y martillazos entre el juez, el fiscal y el abogado defensor que duró casi diez minutos. Durante todo ese tiempo, GInsberg, sentado a la derecha del juez, juntó el pulgar con el índice de cada mano y empezó a cantar Ommmm Ommmm para intentar apaciguar los ánimos. Cuando todos se callaron y él seguía con su mantra pacífico, fue expulsado a los gritos de la sala por el juez Hoffman.

Los 7 de Chicago en realidad fueron 8. El octavo era Bobby Seale, uno de los fundadores de las Panteras Negras, el grupo negro radicalizado. Su inclusión en el juicio fue un capricho más del Departamento de Justicia norteamericano. Seale casi no había estado en Chicago. Su estadía había sido muy breve y había ido a reemplazar a Eldrige Cleaver. El principal argumento para derribar la acusación de Conspiración ni siquiera era ese. Sólo de seguir la trayectoria de su agrupación por los diarios o con haber escuchado al menos uno de los discursos de su líderes, cualquier persona se daría cuenta que las Panteras Negras no se asociarían con nadie y menos con grupos de blancos que privilegiaban el reclamo por Vietnam que sobre las injusticias raciales.

Tal como muestra la película, el juicio se inició sin asistencia letrada para él. Su abogado estaba convalesciente de una operación y no aceptó ser defendido por Kunstler, el defensor de los demás acusados. El juez lo quería obligar a aceptar a ese abogado pero él se opuso férreamente. Hasta intentó, recurriendo a jurisprudencia, que le permitieran ejercer su propia defensa. Pedido denegado. Una vez más. Así que el iracundo Seale cada vez que podía y siempre que era mencionado en un testimonio exigía a viva voz que lo dejaron repreguntar y pedía la palabra. Los cruces con el juez Hoffman fueron permanentes. Las acusaciones de desacato, múltiples. Hasta que una de esas intervenciones no permitidas por Seale se extendió más de lo habitual y la discusión con el juez llegó a los gritos. Este ordenó que lo sacaran de la sala y “se encargaran de él”. Volvió a los pocos minutos cargado por el alguacil y dos policías. Atado y encadenado a una silla y amordazado fue dejado en la sala de audiencia.

Acá una vez más, Sorkin se aleja de los hechos. Una vez más, morigera la realidad para hacer más creíble su historia porque si contara lo sucedido tal cómo ocurrió muchos pensarían que un exceso de imaginación perjudicó al guionista (aunque a veces eso le sucede pero por la profusión de diálogos veloces o la propensión a crear escenas icónicas). Seale asistió a las audiencias maniatado y amordazado durante tres días. En un momento hubo que reforzar los vendajes de la cara, pasando una tira por debajo de la mandíbula para que no emitiera más sonidos. Seale se encargó de seguir molestando. Farfullaba detrás de su mordaza cada vez que podía. Tres días después el juez lo sacó de la causa y ordenó un nuevo juicio que nunca se realizó. Seale siguió detenido durante un tiempo dado que estaba acusado de un homicidio.

En 1971 su esposa quedó embarazada mientras él estaba detenido. Algunos de los Panteras Negras señalaron a uno de sus compañeros como el presunto padre. Ese hombre apareció descuartizado unos meses después. Seale fue investigado por el homicidio pero fue declarado inocente.

El final de la película es otro de los momentos en que el autor se aleja de los hechos reales. No hay constancias de que Rennie Davis, el compañero de Tom Hayden, llevara un cuaderno con los nombres de los caídos en Vietnam. Las palabras finales, antes de conocer el veredicto, de los acusados no fue esa enumeración de los muertos. Sin embargo, en una de las audiencias David Dellinger, el más veterano de ellos, aprovechó que ese era el día en el que se recordaba a los caídos en combate. Los siete y sus abogados portaban esa jornada un brazalete negro en sus brazo derecho en señal de luto (gesto que provocó otra queja de la fiscalía).

Mientras Dellinger de pie leía el listado de los caídos en esos días, el juez ingresó luego de un cuarto intermedio. Le ordenó que hiciera silencio y se sentara en su lugar. El acusado continuó con la lectura. Luego lo de todos los días: discusiones, algún grito, el martillazo del juez sobre el estrado y el desacata de uno de los siete que se acumulaba. Otra de las licencias creativas del guión es la piña que le pega el veterano Dellinger a uno de los guardias. Pese a que acumuló advertencias del juez Hoffman, el hecho violento no tuvo lugar.

Los cargos de conspiración fueron desechados (quedó probado que los acusados no habían articulado sus movimientos entre sí: de hecho algunos casi no se conocían previamente) pero fueron culpados por violar la ley que impedía atravesar estados para provocar revueltas y disturbios callejeros. De todos los cargos quedaron eximidos John Froines y Lee Weiner.

En la película estos dos son utilizados como excusa de la acusación para que no todos sean condenados y así demostrar la imparcialidad del proceso. SIn embargo, Froines y Weiner estaban acusados de dar cursos para enseñar a fabricar bombas Molotov y otros explosivo caseros (Sorkin atribuye esa actividad a Rubin).

Al resto el juez los condenó a cinco años de prisión por este delito. A todos se les sumaron varios años más por los desacatos durante el juicio. Sin embargo todas estas penas cayeron en las apelaciones posteriores. Respecto a la acusación principal, los jueces de alzada determinaron que debía hacerse un nuevo juicio. Pero eso nunca ocurrió. El estado no volvió a acusar a los 7 de Chicago.

Fuente: Infobae

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