Más allá de los escándalos que se puedan difundir de los candidatos en lo particular y de la repetición de las ya conocidas miserias de los partidos políticos en lo general, así como del factor Moreno Valle en vías de un nuevo referéndum por parte de los ciudadanos, la economía, o más bien el aplazado despegue económico del país, será sin duda el tema predominante en las campañas de este 2015 rumbo a la renovación de la Cámara de Diputados.
En este sexenio -¿fatídico?-, México se ha visto vapuleado de forma contundente por la vertiginosa caída de los precios del petróleo.
En una economía altamente dependiente del precio del barril, las previsiones más optimistas de crecimiento han sido rebajadas por el Banco de México a un 3 por ciento y, por si fuera poco, la Secretaría de Hacienda y Crédito Público (SHCP) ha recortado el gasto público en algo así como 9 mil millones de dólares, es decir, el 0.7% del Producto Interno Bruto (PIB).
En ese escenario, el sueño de lograr este año el despegue económico, ese 5 por ciento anunciado como objetivo de gobierno, ha vuelto a aplazarse, con los efectos colaterales que ello conlleva para millones de mexicanos que poco o nada entienden –ni quieren ni tienen por qué entender- de la macroeconomía.
Y como están las cosas, ni siquiera hay la esperanza de que el 2016 pueda convertirse en un año exitoso en la materia.
Los problemas de violencia, la inestabilidad política en algunas zonas del país como Guerrero, Michoacán y Oaxaca; la Presidencia débil –el mandatario Enrique Peña Nieto roza mínimos históricos en materia de popularidad-, los escándalos de corrupción en la cúpula del poder, la falta de credibilidad en las instituciones, la corrupción endémica, el divorcio entre la sociedad y los partidos, además de una izquierda radical y obtusa que en nada contribuye a remediar el estado de las cosas, son factores que adicionalmente no hacen sino ensombrecer la recuperación.
La nación entera sigue esperando que las famosas reformas estructurales, a las que el régimen peñista les apostó tanto, impacten aunque sea mínimamente en el bolsillo de las familias, que es donde importa, por más que haya un bombardeo indiscriminado de spots institucionales anunciando con fanfarrias el “arribo” de México al primer mundo.
Peor aún: en el horizonte más bien se vislumbra un segundo ajuste interno, pues Estados Unidos, del que tanto dependemos política, social y económicamente, se prepara para subir sus tasas de interés, una medida que definitivamente apartaría a México de los flujos de capital y deprimiría aún más el consumo interno, el arcano de toda economía.
Como dice el especialista Guillermo Barba –poblano, por cierto-, en su blog Inteligencia Financiera Global, en este adverso escenario económico, hay quien dice que Estados Unidos es una especie de oasis de crecimiento y centra en ellos las esperanzas de economías como la mexicana. Mal hecho. Recientemente, “supimos que los nuevos pedidos de bienes manufacturados en ese país durante enero, cayeron 0.2%, tras una baja de 3.5% en diciembre, con lo que acumulan seis meses consecutivos de caída”.
Con el peso en caída libre frente al poderoso dólar estadounidense, “quien espera que Estados Unidos “jale” a la economía de México, mejor debería sentarse a esperar”, añade Barba, y no sin razón.
Ejemplo redondo de esta mala racha es Pemex, el símbolo de la “prosperidad” nacional: justo el año en que con bombo y platillo se puso fin a su monopolio del crudo, cerró con 17 mil 900 millones de dólares de pérdidas, las mayores de su historia.
Y, por si esto no fuera suficiente, la paraestatal tendrá que hacer frente a un recorte de gasto de 4 mil 100 millones, lo que por primera vez plantea incluso una serie de dramáticos despidos.
Sí, México es un desastre en materia económica, tanto que antes que la seguridad, el empleo y el mejoramiento de los salarios aparecen como las preocupaciones principales de los potenciales electores del próximo 7 de junio.
Los mismos electores que, antes que ideologías, ocurrencias o propuestas baratas, lo que esperan es respuestas reales, despojadas de demagogia, sobre cómo mejorar la situación de sus familias, cómo obtener más trabajo y mejor remunerado, cómo llegar hasta el fin de la quincena, cómo generar ahorros, cómo pagar la hipoteca, cómo conservar con cierta honra el ya bochornoso membrete de “clase media” y, en muchos casos, cómo lograr comer al menos una vez al día.
Quizá vaya siendo hora que los candidatos se dejen de tonterías –sólo es cosa de ver la mediocridad de los primeros spots de sus partidos-, tomen el toro por los cuernos, y sus asesores les vayan diciendo, antes del inicio de las hostilidades: “¡Es la economía, estúpidos!”, una copia más o menos fiel de aquel célebre eslogan no oficial de la campaña de Bill Clinton en 1992 contra George H. Bush.
De lo contrario no sólo van a perder, sino harán el ridículo.
¿O me equivoco?