Sabedores de que el pastel que viene es muy grande: diputaciones federales, senadurías y dos gubernaturas, y de que el PRI hoy no tiene una sola posibilidad de salir del hoyo si sujetos como Pablo Fernández del Campo siguen al frente –es un decir- del mismo, Javier López Zavala y Enrique Doger Guerrero decidieron dejar de lado, temporalmente, sus viejas y recientes diferencias y establecer un principio de acuerdo de cara al 2016 y, sobre todo, del 2018 poblanos.
Si en el pasado se enfrentaron, hasta el grado de devorarse ojos, piernas y brazos, ahora parecen estar dispuestos a revertir ese proceso autodestructivo para comenzar a sentar las bases de lo que podría ser, con mucha suerte y mucho trabajo, la recuperación del poder perdido el día que Rafael Moreno Valle se propuso sacar al PRI a patadas de Casa Puebla. Porque después de todo, no hay enemigo permanente, y en política también aplica la vieja tesis física de que, a la larga, los polos opuestos terminan por atraerse tanto como se repelen.
Pragmáticos, saben lo que quieren pero saben también que para conseguirlo se necesitan uno al otro, pues juntos son más fuertes que separados.
Doger tiene en mente la minigubernatura del 2016, como plataforma para repetir en la presidencia municipal de Puebla, y Zavala el 2018, como una nueva oportunidad de lograr lo que el voto, los errores, la soberbia y las traiciones le negaron en 2010.
Y aunque fue en un desayuno público reciente que se empezó a vislumbrar, para sorpresa de propios y extraños, que quieren -y pueden- caminar juntos, ha sido en encuentros previos en privado donde le han dado forma a su pacto.
Un pacto regido por un convencimiento mutuo: pase lo que pase, venga lo que venga, Mario Marín no debe meter las manos en el PRI.
Y es que es un lastre demasiado pesado y costoso, que el partido ya no puede seguir cargando sobre sus espaldas y que los priístas ya no deben seguir padeciendo en las urnas, como se constató otra vez en el proceso electoral de 2013, donde la desprestigiada figura del “góber precioso”, asociada a la de su compadre Enrique Agüera, terminó por cavar la tumba de un partido que a la fecha sigue sin tocar fondo.
Y es que saben que la única posibilidad de que el PRI resucite es si prevalece el veto al que fue mentor y progenitor político de Zavala, y némesis de Doger; por el contrario, si Marín logra, como pretende, reasumir su cacicazgo al interior del partido y llenar los vacíos, el morenovallismo seguirá reinando por muchos, muchos años más, tal vez hasta el fin de los tiempos.
Zavala y Doger son, en realidad, los únicos que pueden salvar al partido, salvo que digan lo contrario los grupos encabezados por la senadora Blanca Alcalá y el subsecretario federal Juan Carlos Lastiri.
Es el suyo, claro, un acuerdo que no es definitivo y que necesita irse alimentando paulatinamente con hechos, más que con palabras o desayunos de cortesía para sacarse la foto.
Los dos diputados federales, que se conocen fortalezas y debilidades, requieren demostrar que pueden trabajar en pos de un objetivo sin lanzarse patadas por debajo de la mesa, sin traiciones, sin puñaladas traperas y sin ir en contra de la línea dictada por el CEN del PRI, en el sentido de terminar con las divisiones internas que tanto han destruido al partido, tanto como la ineptitud y torpeza de noveles “dirigentes” como Fernández del Campo, una pena donde quiera que se pare.
Doger necesita la estructura que tiene Zavala y que el ex candidato a la gubernatura empezó a construir desde sus tiempos de diputado local y que hoy puede notarse en al menos 50 de los 217 municipios del estado, y Zavala requiere de la astucia, el método, la disciplina y la inteligencia de un Doger que no por casualidad ha sido rector de la BUAP, alcalde de Puebla, diputado local y ahora mismo diputado federal.
Porque después de todo, lo saben, alguien tiene que sacrificarse en el 2016 para que el PRI tenga oportunidad de competir en el 2018.
¿Lo lograrán?
Y peor:
¿Cuánto durará el “romance”?