Algo hay que reconocer a Enrique Peña Nieto: ha cumplido al pie de la letra con la misión de impulsar leyes y reformas que otorguen más facultades al presidente y reduzcan o acoten el peso de las instituciones, los medios de comunicación, la sociedad civil y sobre todo de los gobernadores, en un claro retroceso de 30 o 40 años; un regreso a los tiempos del Presidencialismo autoritario y omnipotente, donde el poder se concentra en una sola persona: el huésped de Los Pinos.
Se pueden enlistar las medidas adoptadas por la Presidencia para limitar el margen de acción de los gobiernos estatales desde tres vías: la económica, la electoral y la de seguridad, y para volver a la tradición priísta donde los gobernadores en realidad no eran una fuente de un poder tal que los hiciera parecer como posibles candidatos en la próxima elección y en donde la siguiente figura presidencial, El Sucesor con mayúsculas, emanaba única y exclusivamente de los círculos cercanos del presidente:
1. La creación de un Instituto Nacional Electoral, que aunque acotado, les restará margen de maniobra para influir en los comicios locales y especialmente en sus propias sucesiones.
2. La Ley Nacional de Responsabilidad Hacendaria, que regula la contratación de deuda por parte de estados y municipios.
3. La centralización de la nómina magisterial, que les quita la administración de las plazas y de los jugosos recursos con los que podían comprar lealtades y estructuras electorales.
4. La Estrategia de Contratación Pública, que plantea concentrar las licitaciones y la compra de bienes públicos en el ámbito federal, especialmente la adquisición de medicinas.
5. La creación de una Gendarmería Nacional con facultades para ingresar discrecionalmente a estados y municipios en donde se estime necesaria su presencia.
6. La fundación de una instancia nacional que regule la contratación de publicidad de los tres órdenes de gobierno bajo el criterio de “utilidad pública”, y:
7. La reforma en transparencia, que amplía las facultades del IFAI y le otorga la de supervisar y atraer casos de índole estatal, entre otras.
Así, Peña Nieto se ha propuesto combatir y reducir el poder feudal de los gobernadores, convirtiendo a Los Pinos otra vez en el epicentro del poder, el principio y final de todo. Busca, paradójicamente, eliminar los factores que él, como gobernador del Estado de México, utilizó para llegar a la Presidencia.
Desde hace al menos década y media, debido a la debilidad de las instituciones, la guerra perdida por la libertad de expresión y la frivolidad con que Vicente Fox y Felipe Calderón condujeron la Presidencia, los gobernadores lograron consolidar poderes sin contrapesos ni controles y extender redes de poder económico y político sin fin, convirtiéndose en auténticos virreyes de sus terruños.
Eso, todo eso, quiere Peña Nieto que termine y sobre todo que él, sólo él, decida quien o quienes tienen boleto para la sucesión del 2018.
En otras palabras, el regreso del Presidencialismo omnipotente y autoritario al que el PRI nos acostumbró durante 70 años y que hoy, de la mano de uno de sus cachorros más aplicados, regresa por sus fueros, confirmando en los hechos los peores temores de quienes advertían sobre los peligros de apoyar en las urnas lo que a todas luces terminaría siendo, como ya es, la restauración priísta, con sus consecuencias obvias: disminución del pluralismo político, eliminación del equilibrio de poderes y acotamiento de las libertades, quizá el mayor peligro del gran proyecto peñista puesto en marcha pese a la oposición de los gobernadores, los grandes damnificados del nuevo esquema de juego político en el que hoy descansa la nación.