En la iglesia de Saint Adalbert, en Pittsburgh, había en los años setenta un monaguillo al que querían muchos sacerdotes. Uno de ellos, George Zirwas, se encariñó tanto que lo llevaba a menudo de excursión y hasta le enseñó a conducir. Un día, junto a otros curas, comenzó a abusar de él. La historia del menor se pierde en el informe interminable que un gran jurado ha elaborado sobre siete décadas de abusos sexuales en la iglesia de Pensilvania. Como ocurrió con el caso de Boston entre 1984 y hasta 2002, los relatos dibujan un patrón común de seis diócesis: abusos y silencio sistematizados en el seno de la institución eclesial.
“Lo sentí por todos. Lo sentí por ellos y lo sentí por los que sufrieron los abusos. Lo que está mal, está mal. Otra cuestión es la pecaminosidad. Que una persona haga algo mal es objetivo. Pero si es pecaminoso solo Dios lo sabe”, dice el padre Mike Harcarik en el comedor de su casa, después de oficiar la misa de las 10 de la mañana. Lleva 25 años al frente la iglesia de Saint Adalbert y 55 años en el sacerdocio y le suenan, o conoce, a buena parte de los curas que desvela el informe de los mil horrores contra niños.
—¿Por qué lo siente por los abusadores?
—Porque había una debilidad. Fue una cuestión de que la debilidad se apoderó. Te preguntas si rezaron suficiente.
Fue a mediados de los años setenta cuando el monaguillo citado como “George” en la investigación conoció la “debilidad” del padre Zirwas. El informe, recién publicado tras dos años de investigación, lo cita como miembro de un “círculo de curas depredadores” que compartían a sus víctimas, con las que utilizaban “látigos, violencia y sadismo mientras las violaban”. Además de Zirwas, formaban el grupo Francis Pucci, Robert Wolk y Richard Zula.
Un día Zirwas llevó a George a una reunión con otros sacerdotes. Lo subieron a una mesa, lo desnudaron y le empezaron a fotografiar, como hicieron con otros chicos. Producían material pornográfico en dependencias rectorales. Para distinguir a los agredidos, les regalaban cruces de oro. El niño que la llevaba era una presa.
Los abusos de este grupo se produjeron entre los años setenta y ochenta. Poco después llegó el padre Mike a la parroquia. “Yo no juzgo, Dios es juez”, dice, y por supuesto en lo que se refiere al gran jurado, debe haber un juicio [civil]”. Y también, tras el informe del gran jurado, habrá otros juicios. Pero muchos de los protagonistas, víctimas y verdugos, han muerto. Por eso, para George la justicia llegó a medias. Zula y Wolk resultaron condenados por violaciones de chicos. Los cargos contra Pucci se retiraron por una cuestión técnica y Zirwas murió sin ser procesado.
El documento habla de al menos un millar de víctimas de los abusos, 300 sacerdotes implicados y de la gran maquinaria de silencio. El gran jurado, un cuerpo legal que actúa previo a un juicio y cuya investigación ayuda a determinar las imputaciones, describe todo un “manual de instrucciones de ocultación de la verdad”. En un tono que parece emular el de los 10 mandamientos —en este caso, seis— el texto reza:
“Primero, asegúrese de usar eufemismos frente a palabras reales para describir agresiones sexuales. Nunca diga violación, sino contacto inapropiados”. “Segundo, no lleve a cabo verdaderas investigaciones” sino “asigne a clérigos a hacer preguntas inadecuadas”. “Tercero, para lograr una apariencia de integridad, envíe a sacerdotes para ‘evaluación’ en centro psiquiátricos de la Iglesia”. “Cuarto, cuando un cura deba ser trasladado, no diga el motivo. Diga a los feligreses que está en ‘baja médica’ o ‘fatiga nerviosa’. O no diga nada’. “Quinto, aunque un sacerdote esté violando a niños, proporcióneles casa y cubra sus gastos”. “Finalmente, y sobre todo, no diga nada a la Policía. El abuso sexual, aunque sin penetración, siempre ha sido un delito. Pero no lo trate de ese modo, sino como un ‘asunto personal’, ‘dentro de casa'”.
JUSTIFICAR UN ABORTO
Una carta de 1989 ayudaría a establecer un séptimo consejo: victimice al agresor. En aquella misiva, el obispo de Scranton, James C. Timlin, se dirige al cardenal Luigi Dadaglio en Roma para informarle de que un sacerdote había asistido a un “aborto irregular”. “El sacerdote actuó indudablemente presa del miedo y el pánico. Él había dejado embarazada a la chica a la que ayudó con el aborto”, justifica. La debilidad de la que hablaba este miércoles el padre Mike desde Pittsburgh. Así, recomienda su perdón recordando que “el cura se encuentra ahora en una parroquia bastante lejana de la ciudad en la que se cometió el crimen”.
Todos los clérigos implicados en abusos fueron migrando de parroquia en parroquia, de una iglesia a otra. George Zirwas pasó por un total de ocho entre 1979, cuando fue ordenado sacerdote, y 1995, cuando fue dado de baja. Murió en 2001. El miércoles en la iglesia de Saint Adalbert a nadie a parte del pastor le sonaba su nombre, pese a que muchos de los feligreses eran octogenarios vinculados a esa comunidad toda su vida.
Un viejo monaguillo del lugar, ahora de 87 años, sí admitía este miércoles conocer a algunos de los sacerdotes implicados en el caso. “Uno era amigo mío, el padre Ted, ¿cómo es posible? Te confiesas con ellos y…”. El parroquiano pidió aparecer bajo algún nombre ficticio para no desvelar su identidad. Otros hicieron lo mismo.
La entrada está llena de folletos informativos. “Cómo rezar el rosario”, se titula uno. “¿Cómo voy a confesión?”, pregunta otro. Uno habla de “Informar sobre abusos a niños y ley de servicios de protección del menor en Pensilvania”. Es de 2007. Defiende el padre Mike que la política de la Iglesia ha cambiado radicalmente respecto a los abusos, que aquella ocultación ya no es posible.
Cuando acaba la misa, una de las feligresas acude a saludarlo y le presenta a la más joven de la parroquia, su hija Josephine, de apenas unas semanas de vida. Buscarán fecha para el bautizo. El sacerdote se retira a la residencia y los parroquianos van abandonando la iglesia. Justo a la salida, una señal de tráfico amarillenta advierte: Watch children (Cuidado con los niños).
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