Sóstenes Aparicio habla apoyado contra la carrocería oxidada de una vieja pick up Cherokee amarilla. Con los brazos cruzados sobre el abdomen y el gesto serio, adusto, el campesino de 39 años observa en silencio los pilares agrietados, las paredes llenas de boquetes, y las escaleras destrozadas de su casa; una vivienda de fachada amplia y dos pisos, que fue construyendo tras una década lavando platos y aceptando todo tipo de trabajos mal remunerados en pizzerías y bares de Filadelfia.
-El sismo me dejó igual que estaba antes de irme de indocumentado a Estados Unidos –lamenta con el ceño fruncido-. Es como si hubiera regresado de golpe a 1997.
Aunque a decir verdad, añade rascándose la coronilla por la que le brota abundante pelo negro azabache, la situación es más complicada ahora que cuando decidió migrar para el Norte: hace dos décadas no tenía los cuatro hijos que ahora corretean entre escombros y varillas de hierro, ni una deuda que pone en riesgo el único sustento de la familia.
4 mil kilómetros hacinados en una vieja pick up
Para llegar a San Mateo Ozolco, en las faldas del volcán Popocatépetl, en el estado de Puebla, hay que transitar por caminos de terracería y por tramos de carreteras estrechas que serpentean hasta llegar a la plaza del pueblo.
En la explanada del maltrecho Palacio Municipal, a un costado de la iglesia estilo colonial que sufrió fuertes daños por el terremoto del 19S, cualquiera puede corroborar a simple vista lo que evidencian las cifras del Coneval: que San Mateo es una remota localidad pobre de apenas 700 casas, en un municipio pobre, Calpan; donde 8 de cada 10 habitantes enfrenta graves carencias por falta de acceso a la salud, o porque su vivienda no cuenta con luz, drenaje, o excusado.
Precisamente, por la pobreza y la falta de oportunidades, buena parte de la población de hombres y de jóvenes emigró hace años. Y lo sigue haciendo, hasta el punto de que los pocos pobladores que aún pasean por las calles semivacías de San Mateo comentan, como si se tratara de un chiste local, que la otra mitad del pueblo se encuentra en los suburbios de Filadelfia.
Hasta esa ciudad, la más importante del estado de Pensilvania, se propuso migrar Sóstenes cuando apenas tenía 19 años. Era 1997 y “brincarse pal Norte” era igual de caro –mil 800 dólares para el ‘coyote’ del pueblo que se dispararon hasta los 2 mil 500 tras varios intentos fallidos-, pero menos peligroso que ahora. Los cárteles de la droga ya existían, claro, pero no habían descubierto aún que controlar las rutas del tráfico de personas es otro negocio delictivo que deja jugosas ganancias.
En realidad, en aquella época la parte más dura de irse de ‘mojado’ era salir victorioso del clásico juego del gato y el ratón tratando de burlar a la Patrulla Fronteriza, y luego no morir en el desierto.
En su caso, narra el campesino mientras se mesa la barba de candado que le rodea el bigote y la comisura de los labios gruesos, dedicó un mes en los que visitó varias veces las prisiones migratorias de EU, para colarse finalmente por el cruce de Mexicali. Aunque eso fue solo el inicio. Por delante aún le quedaban dos días con sus dos noches para cruzar de costa a costa todo el país –de Los Ángeles a Filadelfia, más de 4 mil kilómetros- a bordo de una destartalada pick up en la que, desde luego, él no era el único migrante en busca del manido sueño americano.
-Imagina, íbamos 17 personas hacinadas en una camioneta vieja como esta –dice tras darle una palmada seca a la chapa corroída de la Cherokee amarilla-. Ahí es cuando de verdad le sufrí al camino.
En Filadelfia, a pesar de contar con “una cadenita” de amigos y familiares que le echaron la mano, la odisea tampoco daba señales de que hubiera terminado: sin prácticamente formación escolar, sin hablar ni una palabra de inglés, y habiendo trabajado únicamente arando los campos de San Mateo, el único empleo al que pudo acceder fue el de lavaplatos en fondas de poca monta.
Con los primeros sueldos, de unos cinco dólares la hora, se compró ropa de abrigo para soportar el crudo invierno de Pensilvania y buscó un cuarto compartido donde establecerse. A partir de ahí, con las necesidades más básicas cubiertas, “cada dólar” que ganó en los primeros seis meses los invirtió en pagar la deuda de 2 mil 800 dólares que le costó el viaje.
Luego, muy lentamente, las remesas comenzaron a aumentar al ritmo que Sóstenes aprendía el idioma y encontraba otros trabajos mejor remunerados, como el de ayudante de cocina en un restaurante italiano, o de cantinero en un bar. Así hasta que tras 10 años de odisea en el extranjero, el migrante vio cumplida su meta: construir una casa para formar una familia, comprar un buen tractor John Deere para labrar la tierra, y hacerse de unas cuantas cabezas de ganado para ir tirando cuando no hubiera cosecha.
Sóstenes lo tenía todo bien planeado para reiniciar su vida en México.
Pero nunca imaginó que un temblor de intensidad 7.1 lo iba a desbaratar todo.
“Nadie nos ayuda”
En silencio y con el gesto serio, grave, como si estuviera guiando a unos reporteros de guerra por los restos de un bombardeo que acaba de ocurrir, Sóstenes camina despacio por entre hierros retorcidos y pedazos de bloque desperdigados por el suelo de tierra donde gallinas, perros y gatos conviven a sus anchas.
Su casa, balbucea aún incrédulo, su “palacio” que tanto le costó levantar, tiene fracturas y grietas en los cimientos, y puede colapsar ante una réplica fuerte o un nuevo temblor si no se actúa de inmediato reforzando con nuevas columnas de carga toda la primera planta.
Así se lo advirtieron “varios ingenieros” y diversas autoridades que llegaron a San Mateo Ozolco para darle el diagnóstico fatídico y ninguna ayuda, ni alternativas para la reconstrucción.
-A San Mateo nada más vienen, ven y ya no regresan –dice el campesino con el ceño fruncido-. Sé que un temblor no es culpa del gobierno, pero también sé que sí nos podrían ayudar a reconstruir y no lo hace. Esa es mi inconformidad.
Ante la falta de apoyo de los tres niveles de gobierno, Sóstenes explica que no lo quedó más remedio que pedirle prestado al banco, para lo cual tuvo que hipotecar el tractor.
-Ahora tengo un año para pagar esa deuda. Y si no puedo… -dice encogiendo los hombros y alargando varios segundos los puntos suspensivos-, entonces se puede decir que perderé mi fuente de trabajo y el principal sustento de mi familia.
Además, para al menos iniciar con las reparaciones más básicas –un par de albañiles han comenzado a levantar algunas de las paredes derruidas-, Sóstenes tuvo que vender casi todo su ganado, por lo que prácticamente está “en ceros” y viviendo con su esposa y cuatro hijos en el “galerón” donde antes guardaba el tractor y los útiles de labranza.
Es una medida improvisada, dice resignado Sóstenes al amparo de una olla humeante donde se cuecen frijoles negros a fuego lento. Una medida de emergencia que no sabe hasta cuándo durará, porque los troncos de madera de las paredes no los protegen lo suficiente del “frío espantoso” que baja del volcán en invierno.
-Cuando regresé de Estados Unidos yo vivía bien con mi familia –recuerda Sóstenes con una sonrisa cansada mientras observa a su ‘palacio’ al borde del colapso.
-A mis hijos no les faltaba un cuarto donde dormir sin pasar frío y ahora es como si de la noche a la mañana nos hubieran desalojado a la fuerza de nuestro hogar. Por eso –insiste el campesino con los puños cerrados- lo único que pedimos es que el gobierno nos volteé a ver; que nos ayude a regresar a nuestra vida antes del temblor.
Fuente: ANIMALPOLÍTICO