El enciclopédico Onion Book of Know Knowledge (2012) define "avión" como "vehículo de alas fijas inventado en 1903 que ha hace que evitar volver a casa por navidad, Acción de Gracias, bodas, funerales o cualquier otro evento, sin importar lo lejos que esté, sea imposible". Porque volar siempre es, admitámoslo, un incordio: desde que haces las maletas para ir al aeropuerto hasta que las esperas durante cuarenta minutos delante de una cinta giratoria en otro aeropuerto, en lo único que puedes pensar es en en la inconveniencia de este medio de transporte y, por supuesto, en morirte. Oh, eso sí que sería un método placentero de ascender al cielo...
Sin embargo, hubo una oh-demasiado-breve ventana de tiempo, entre 1976 y 2003, durante la que volar era un inmenso placer. Los aviones comerciales, hoy convertidos en simples autobuses alados para las masas, nunca molaron tanto como el más robusto y estiloso de todos ellos. Hablamos, por supuesto, del maldito Concorde, una maravilla de la ingeniería que alcanzaba velocidades supersónicas con un simple chasquido de dedos. Ingenieros británicos y franceses decidieron dejar a un lado sus estúpidas diferencias por una vez y trabajar juntos en una obra maestra de morro aguileño que te llevaba de Heathrow a Charles de Gaulle como a un verdadero marajá. ¿Que no tenías mucho tiempo que perder haciendo absolutamente Nada a más de 11.000 metros de altura? El Concorde, hijo mío, hacía sus viajes en la mitad de tiempo que un avión normal, por lo de la velocidad supersónica y todo eso. El Concorde era Chris Hemsworth en 'Thor: Ragnarok', el resto de aviones aparcados en el aeropuerto eran tú pensando en apuntarte al gimnasio.
Hoy vivimos días más oscuros, en los parece que está de moda meterse con el pájaro metálico más bello del firmamento. Por ejemplo, The Guardian lo bautizó el verano pasado como "un Brexit volador", aduciendo que se trataba de una simple fantasía nacionalista que nunca justificó sus coste de fabricación y mantenimiento, ni tampoco hizo demasiado por mejorar la posición de Gran Bretaña (o Francia) en el mundo. Los más viejos del lugar se quejan del sonido que sus turborreactores Rolls Royce Olympus —eso es: cada una de sus piezas destilaba clase en estado puro— hacían al aterrizar era el mismo que otros aviones hacían al despegar.
Y luego está lo sucedido el 25 de julio del año 2000, cuando un Concorde se estrelló a las afueras de París y marcó el fin simbólico de todo un sueño. Con el 11-S (y los cambios en la aviación que vinieron tras él) a la vuelta de la esquina, el mundo decidió que los días de vino y rosas se habían acabado. El 26 de noviembre de 2003, hace ahora casi quince años, este dulce príncipe levantó el vuelo por última vez. Seguía siendo al mismo tiempo, y de alguna manera extraña, lo más moderno y lo más retro que nos había pasado como especie desde Ícaro.
Hasta hace muy poco, ese era el final de la historia: dificultades económicas y políticas ciertamente insalvables pusieron fin al proyecto de concordia franco-británico, momento en el que supimos que la única razón por la que el gobierno de cada país no se echó atrás antes era por miedo a que el otro los denunciara por incumplimiento de contrato. Mientras tanto, una generación entera había crecido dando por hecho que el futuro de la aviación era supersónico. Una fantasía de teléfonos blancos, asistentes de vuelo trajeados y el mejor easy listening que sólo Francia puede producir. Corte a: tú empatizando con una sardina mientras intentas no vomitar por las turbulencias en un vuelo de Ryanair. El futuro era bonito y venía acompañado de la promesa de que nada nos iba a doler. El futuro era un grácil Concorde, no un torpe pato con milímetros de distancia entre sus filas de asientos.
¿Cuándo perdimos el rumbo? ¿Cuándo optamos por cantidad (el Boeing 747, un jumbo que puede llevar tres veces más pasajeros) sobre calidad (la puñetera velocidad supersónica, gente, la velocidad su-per-só-ni-ca)? Preferimos asientos reclinables y televisiones para ver la última entrega de 'El corredor del laberinto' antes que el lujoso ahorro de tiempo que nos ofrecía el Concorde. Vale que su concepción de lujo no es la que tenemos ahora, pero el setenterismo vuelve a estar de moda. Por suerte, la NASA lo sabe. La NASA va a acudir a nuestro rescate, así que todos tranquilos.
Fuente: GQ