La primera frase de At Eternity’s Gate ya lo deja todo claro. Habla un genio absoluto, uno de los mayores creadores de la historia. Sin embargo, dice: “Quería ser como ellos”. Es decir, como todos los demás. Porque Vincent Van Gogh manejaba con maestría el arte de la pincelada; pero solo suspendía en el de vivir, por más que lo intentara. Así, al menos, lo ve el cineasta y pintor Julian Schnabel, que ha filmado un viaje muy personal a la atormentada mente del holandés, proyectado hoy en la competición oficial de Venecia. A la vez, La Mostra ha presentado otro periplo tumultuoso: László Nemes, autor de El hijo de Saúl, una ópera prima sensacional sobre el horror nazi, afronta esta vez la víspera de la Primera Guerra Mundial. En Tramonto, pasea por la Budapest de 1913, hervidero de culturas, ideologías y violencia: una bomba a punto de explotar. Ambas películas –que se verán en España- comparten también un resultado irregular: luces brillantes, sombras igual de notables. Contradicciones, como en la mente de Van Gogh.
Para retratar al pintor, Schnabel recurrió a un amigo y artista de la actuación. Un tipo capaz de ser Jesucristo, Pasolini, un conserje o la némesis de Spiderman. Poco importa que Willem Dafoe interprete con 63 años a un hombre en la treintena: la veteranía le ha dado aún más talento, y en la pantalla parece estar el mismísimo Van Gogh. Él, y su universo interior: la fragilidad y el entusiasmo de un niño; los brotes salvajes e incomprensibles; la creatividad arrolladora, que nadie entendía ni mucho menos compraba. “Pinto para dejar de pensar”, afirma el artista en la película. At Eternity’s Gate muestra a una criatura indefensa, que ve acercarse el abismo y no entiende cómo evitarlo.
“Cualquiera cree saberlo todo de Van Gogh, así que parecía absurdo hacer otra película sobre él”, reconoció ante la prensa Schnabel, que lucía una camisa sin mangas, con manchas de pintura y un descosido en el hombro izquierdo. Pero, tras observar sus cuadros en el museo d’Orsay, quiso recrear las sensaciones que dejan. Y ofrecer su propia visión de su vida: la película baila entre realidad y ficción y sugiere, por ejemplo, que Van Gogh no se suicidó sino que fue asesinado. “En el filme, tenía que pintar. A medida que Julian me enseñó a hacerlo, he ido expresando mi punto de vista. Ha sido la clave para entender más lo que hacía”, agregó Dafoe.
“Nos avergüenza tanto lo sucedido con Van Gogh que el resto de la historia del arte es una compensación por su abandono”, se decía al principio de Basquiat, el anterior perfil de un artista destructivo e incomprendido que Schnabel había filmado. De aquella obra, el cineasta también ha arrastrado los defectos: se centra tanto en el creador que casi ni pinta el mundo a su alrededor. Los eventos más célebres de la vida de Van Gogh ocurren fuera de la pantalla; apenas queda película, más allá de su protagonista.
Para László Nemes, en cambio, encerrarse en su personaje principal fue una genialidad. En El hijo de Saúl, contagiaba los escalofríos de un campo de concentración sin enseñarlo: la cámara solo enfocaba mirada y emociones de su protagonista. Dejó una impronta tal que, en un festival lleno de grandes nombres, la proyección de Tramonto acogió ayer algo casi inédito: aplausos previos, en cuanto apareció el nombre de Nemes.
En su segundo filme, el húngaro repite el estilo, aunque algo menos integrista. El problema es que cambia el contexto, y como el Holocausto no hay nada. Cámara y espectador siguen a la joven modista Irisz mientras busca raíces y causas que den sentido a una vida donde lo ha perdido todo. En torno a ella, se cruzan tensiones, ideas, misterios y balas. El caos sube, impresiona, atrapa. Pero no contagia las conciencias, ni las sacude. Como Van Gogh, Irisz también va hacia el precipicio, y toda Europa con ella. Antes del estallido, sin embargo, Nemes ha dispuesto una mecha larga y enredada.
“Quería intentar entender cómo sociedades sofisticadas cayeron en la autodestrucción, pasando de progreso y confianza sin límites en la tecnología al asesinato industrial”, explicó el cineasta. Desveló que este proyecto nació antes que El hijo de Saúl y sostuvo que ese pasado no dista tanto del presente: “Entonces existía cierta expectación de que algo pasaría. Ahora también estamos ante una encrucijada. Amamos cada vez más la tecnología, nuestros cerebros confían en las maquinas y el futuro se vuelve virtual, se vacía de experiencias subjetivas”.
“Me interesan muchos las preguntas. Le pido al público que confíe en su personalidad, quiero invitarle conmigo a participar en viajes distintos”, agregó Nemes. Los actores relataron el desafío que suponen sus rodajes, entre coreografías al milímetro y secuencias de extrema dificultad. El director fue más directo: “Es un método suicida. No lo recomiendo a nadie”. Salvo al espectador.
Fuente: elpais.com