El País dio a conocer que la que ha sido una de las más grandes figuras del cine francés, si no la mayor, a la que muchos siguen considerando icono de la nouvelle vague ha fallecido a los 89 años de edad. Sin embargo, Jeanne Moreau ha volado mucho desde los tiempos de las inolvidables Ascensor para el cadalso o Los amantes (Louis Malle, 1958), Los cuatrocientos golpes (François Truffaut, 1959), por pequeña que fuera su participación, Las relaciones peligrosas (Roger Vadim, 1959), Moderato cantabile, junto a Jean Paul Belmondo (Peter Brook, 1960), la escalofriante Diálogos de carmelitas (Philippe Agostini, 1960), o su fascinante encarnación de la Catherine de Jules y Jim (Truffaut, 1962), en la que el poder mágico de su sensualidad acaparó la pantalla fascinando con aquella sonrisa amplia y fresca, símbolo de una manera alegre de vivir desconocida hasta entonces en el cine francés, aún con resabios de posguerra. Tiempo después, ella recordaba con buen humor que también había quienes no habían caído admirados ante su personalidad y que para halagarla le decían que les recordaba a Bette Davis: “Pero como yo no aguantaba a Bette Davis”, respondía, “cuando me muera quiero que escriban en mi tumba que fui amante de Jules et Jim”. De la Davis no se podría decir lo mismo.
Ignoro si se hará así. Jules y Jim fue, desde luego, una de sus grandes películas, y aunque también trabajó en teatro y dirigió ópera, el cine fue su reino. Con Orson Welles a quien admiraba, intervino en El proceso (1962), Campanadas a medianoche (1965), y Una historia inmortal (1968), de la que ella recordaba fascinada que “transformó una plaza de un pueblo de España –Chinchón- en un mercado chino. Eso es para mí el cine: ¡magia!” Y trabajó para Luis Buñuel en El diario de una camarera (1964): “Yo le llamaba “mi papa español” y él me decía; “Si llego a ser tu padre te habría tenido atada y entre rejas”. Y trabajó para Antonioni en La noche (1961), donde coincidió con Marcello Mastroianni a quien tras su muerte dedicó una bella declaración de amor en una película breve de Theo Angelopoulos.
“Actuar es transmitir vida”, decía la Moreau, y eso demostró con Joseph Losey cuando hicieron Eva, (1962), El otro Sr. Klein, (1976) y La trucha (1982), o con Elia Kazan El último magnate (1976), o con Rainer Werner Fassbinder en la polémica Querelle (1982), porque Jeanne Moreau se lanzaba con frecuencia a aventuras arriesgadas, decía abrir las puertas a lo irracional: “Abro las puertas a la intuición porque la racionalidad es realmente la muerte.” Como siguió transmitiendo vida cuando ella misma se lanzó a dirigir su primera película, Lumière, en 1976. Confesó haber llegado agotada al rodaje tras los esfuerzos que había tenido que hacer para poner en pie la producción, pero tres años más tarde lo intentó de nuevo con un segundo largo, La adolescente, interpretado por Simone Signoret. Finalmente, no habiendo encontrado el apoyo que buscaba ni el aplauso del público, a pesar del paso de sus películas por festivales, se despidió de la dirección cinematográfica con un documental sobre la actriz del cine mudo Lilian Gish. Y regresó a ese trabajo suyo, la interpretación, que “toca emociones muy delicadas”, aseguraba. “No se trata de ponerse una máscara. Cada vez que un actor interpreta no se esconde, se expone”.
El aplauso del público le importaba. Y lo respetaba. Cuando el festival de San Sebastián de 1997 le concedió el premio Donostia me tocó en suerte ser yo quien se lo entregara en el escenario. Mientras se hacían los panegíricos y se mostraban los videos conmemorativos la esperé con el trofeo en la mano, que me lancé a entregarle en cuanto ella apareció en escena. Muy sonriente y en voy baja me dijo: “Ahora, no, el público está aplaudiendo. Lo primero, el público”. Y dándome una lección de cortesía fue a saludar a quienes, de pie, la estaban vitoreando, agradeciéndoles aquellas pruebas de amor. Cuando le pareció conveniente vino hacia mí y en el mismo tono amable de antes, me ordenó: “Ahora, sí, démelo ahora”.
Tenía bemoles la señora. Nueve años más tarde, aceptó presidir el jurado del festival, que compartió con José Saramago, Bruno Ganz, Bruno Barreto, Sara Driver, Isabel Coixet y Manuel Gómez Pereira. Durante la primera cena intentó imponer sus normas de funcionamiento pero lentamente se fue calmando, gracias entre otras razones a la sabiduría y capacidad de seducción de Gómez Pereira.
Pero la capacidad de seducir le pertenecía a ella. Hace más de cuarenta años, muy jovencitos, Maruja Torres y yo nos habíamos citado con la estrella para hacerle una entrevista en el festival de Cannes. La esperamos en el vestíbulo del hotel hasta que la vimos llegar. Apresurados, subimos en el ascensor con ella hasta su piso aunque sin identificarnos. Pero no salimos del ascensor. En silencio la vimos dirigirse a su apartamento. Nos había dejado un perfume fascinante que nos envolvía, una sensación de magia que cualquier sonido podía quebrar, y no quisimos que ocurriera. Así, como hipnotizados, nos quedamos disfrutando la sensación de que acabábamos de vivir una experiencia portentosa, sobrenatural…
Al cabo de los años, en Donosti, no tuve coraje para contárselo.