El Mundo dio a conocer que quién sabe qué futuro depara a este Barcelona de Luis Enrique, aspirante todavía a los tres títulos en juego.
Pero si se atiende a la codicia que muestran sus futbolistas ante las dificultades y a la calidad de su santísima trinidad ofensiva, con Neymar ejerciendo ya de líder, nada resulta lejano.
El brasileño dirigió y asistió, Messi marcó por dos veces y Luis Suárez demostró que no hay ariete que sepa tanto del oficio como él.
Imposible para un Valencia más que digno, pero incapaz de sostener en inferioridad al Barça más ambicioso. [4-2: Narración y estadística]El Valencia es un equipo que ha hecho del caos su dogma desde que Peter Lim decidiera que Mestalla debía ser una estación de enlace del dinero.
Dado que su rival era esta vez ese Barça tan camaleónico y dado a recorrer una y mil veces el camino que lleva del infierno al cielo, el partido sólo podía disputarse en los pasillos de un manicomio.
El parte escrito al medio tiempo daba para escribir una novela. Cuatro goles, dos para cada equipo, una expulsión, y la sensación de que no habría manera humana de domar aquello.
Mangala, que en algún momento de la noche debió pensar que podía convertirse en héroe para el valencianismo, fue el primero en alzar los brazos. Mal preámbulo para el chico.
Marcó a la salida de un córner ante la nula oposición defensiva de Rakitic. Pero no tardó el central en rememorar sus penurias. Primero, al ganarse una amarilla tras cazar a Messi en la frontal.
Después, al entender que Luis Suárez, responsable poco antes del gol del empate tras un saque de banda que descosió a toda la zaga valencianista, desaprovecharía un estirón de camiseta en el área.
La torpeza de Mangala pareció del todo innecesaria. Nada hubiera evitado el duelo al sol de Suárez frente a Diego Alves.
Pagó el central francés con creces. Fue expulsado y, ya de camino a los vestuarios, escuchó el rugido del Camp Nou después de que Messi marcara desde los once metros un gol con el que debía haber acabado el primer acto.
No fue así.
El pasado verano, cuando el Barcelona confirmaba que su proyecto deportivo debía seguir alejándose de La Masia, traspasó a Sandro al Málaga y cedió a Munir El Haddadi al Valencia.
A cambio llegaría Paco Alcácer. Después de pagar, eso sí, 30 millones de euros. Munir, pese a sus tremendas dificultades para seguir creciendo, marcó a los azulgrana en el partido de la primera vuelta en Mestalla.
También en el Camp Nou, al que pidió perdón al firmar el 2-2 con el que se cerró el primer tiempo. El corazón suele imponerse cuando toca reafirmarse. Un ejemplo de cómo las cláusulas del miedo, siempre negadas por el Barça, corrompen el fútbol.
El momentáneo empate dejó varias dudas en el despliegue planteado por Luis Enrique. Recuperó el técnico asturiano el mismo equipo titular con el que levantó el 4-0 continental frente al PSG.
Es decir, un once sin laterales y dispuesto -que no ordenado- en el atrevido 3-4-3. Hubo, eso sí, una variación que no pasó desapercibida. A la hora de defender, era Rakitic quien retrocedía para convertirse en falso lateral derecho.
No lo pasó bien el croata, aplastado en la cobertura de Mangala en el gol inaugural, y también incapaz de interpretar el pase a su espalda de Gayà que acabaría en el tanto de Munir.
Pese a todo, más de uno hubiera dado por muerto al Valencia. Ya no sólo por esa temporada que le mantiene en la zona de la indiferencia de la Liga, sino porque tendría que resistir todo un tiempo frente al Barcelona, en el Camp Nou, con sólo diez hombres.
Pero si algo ha conseguido Voro, recurrente técnico de urgencia cuyo trabajo exige continuidad, es que su equipo no se resquebraje sin remedio ante las dificultades.
El comportamiento de los valencianistas resultó encomiable, con sorpresas tan agradables como la de Carlos Soler, siempre clarividente a la hora de tramar contragolpes.La defensa del Valencia, ya con Abdennour y con Diego Alves en su habitual papel de superhombre, acabaría por vencerse de la manera más inesperada.
Fue Mascherano quien ejerció esta vez de asistente en el balcón del área. Y Messi, al que le brillan los ojos cada vez que tiene que batirse con el magnífico portero brasileño, ajusticiaría. Si en el penalti optó por un tiro raso al centro, en el gol definitivo emplearía un derechazo al primer palo que se colaría como un misil.
Diego Alves podía sacar balones imposibles a Messi y Neymar. Incluso bendecir su escuadra, cuya estabilidad probó el brasileño. Lo que no esperaba es que, tras el último cambio de ritmo de un Ney desmelenado, sería su ex compañero André Gomes quien cerraría la noche.
Lo dicho. Nada parece ya imposible para este Barcelona.