Tiene ya mes y medio que los alcaldes de los municipios del Triángulo Rojo y zonas aledañas solicitaron, con desesperación, el apoyo de las fuerzas federales y “no se ha visto acción”.
Se sienten más solos que nunca y a merced de los chupaductos.
Tienen miedo de ser blanco de ataques. Y acabar formando parte de la sangrienta estadística de las ejecuciones.
El problema ha escalado a una gravedad tal, que la región ya es ingobernable.
Este es, además, el conflicto más grave que recibirá el próximo gobernador y que, a pesar de estar circunscrito a una región, por ahora, amenaza con desbordarse.
Tony Gali deberá planteárselo como un tema de seguridad de Estado y de gobernabilidad y en consecuencia actuar.
Y actuar desde el primer minuto de su administración.
Y es que, a pesar de ser un escenario en el que se configuran varios delitos federales, poco parece importarle al gobierno de Enrique Peña Nieto.
Lo desdeña sin darse cuenta de que también al Gobierno de la República le puede estallar en el rostro.
Siendo honestos, desde la reunión que sostuvieron a principios de junio en las oficinas de la Secretaría de Gobernación, en la ciudad de México, los ediles del Triángulo Rojo sintieron que no los iban a ayudar, confía uno de los participantes.
En ese encuentro, que extrañamente encabezó Jorge Francisco Márquez Montes, oficial mayor de la dependencia al mando del presidenciable Miguel Ángel Osorio Chong, se les dijo que no intervendrían directamente.
“La Policía Federal está para vigilar las carreteras”, fue la respuesta a la petición de los alcaldes poblanos.
Aquel día participaron funcionarios de la administración estatal y de Seguridad Pública y Gobernación de la administración de Peña Nieto.
No fue requerida la (presunta) delegada en Puebla de la Segob, Ana Isabel Allende Cano. Se consideró que “nada podía aportar”.
Las autoridades de Tepeaca, Acatzingo, Los Reyes de Juárez, Acajete, Amozoc, Quecholac, Palmar de Bravo, San Matías Tlalancaleca, Santa Rita Tlahuapan, San Martín Texmelucan, San Salvador el Verde, entre otros, se fueron más preocupadas de cómo llegaron al Palacio de Bucareli.
La solicitud que presentaron por escrito y que se ha convertido en un clamor es que las fuerzas del Gobierno de la República, el Ejército y la Policía Federal, sean exclusivamente las que atiendan y combatan a los huachicoleros.
Hay mucha preocupación. La mayoría de los presidentes de los municipios involucrados vive en la zozobra y el miedo permanentes.
Han entregado a los mandos de la policía del estado de Puebla detalles de lo que pasa en torno a este ilícito: nombres de los delincuentes, lugares de extracción y almacenamiento, y hasta horarios de la ordeña de los ductos de Petróleos Mexicanos (Pemex).
Pero los integrantes y mandos de la Policía Estatal nunca actúan.
Hay la certeza de que están completamente coludidos con las bandas, que son cada vez más sangrientas y que suman ya media centena de ejecuciones, tan solo en el Triángulo Rojo.
Además, las policías municipales de nada sirven, no están equipadas para enfrentar al crimen organizado o también trabajan con éste.
El tema es gravísimo, pero Gobernación, entonces preocupada por las elecciones, no lo vio así.
Tampoco después de los procesos comiciales ha tomado cartas en el asunto.
Es un tema de inseguridad, por supuesto: levantones, ejecuciones, secuestros, asesinatos.
De economía de la región, pues por las fugas de combustible se están perdiéndose cultivos y cierran negocios, como saldo colateral.
Pero, principalmente, de ingobernabilidad, pues el poder de los huachicoleros ha permeado todo el tejido social de esos municipios.
En los territorios involucrados y sus comunidades, todos saben quién se dedica al robo de combustible.
Se identifican porque son los nuevos ricos, gastan a manos llenas, están armados y andan escoltados todo el tiempo.
Hasta se dan el lujo de ser “benefactores” de sus pueblos.
Cooperan para obras y patrocinan fiestas y bailes, tal y como hacen los narcos norteños en sus zonas de control.
Su poder económico es enorme y su capacidad de fuego ha ido creciendo ante la complacencia de las autoridades de todos los niveles.
El primero se explica, pues ha costado a Pemex casi mil 500 millones de pesos en pérdidas en los últimos años.
El segundo, lo demuestra el creciente número de ejecuciones. Hay dos a la semana en promedio.
A todo lo anterior, hay que sumar la aparición de los huachicoleros “menos expertos” o “improvisados” en su equipamiento, que han puesto en riesgo a las poblaciones.
Son ellos, de acuerdo con los propios alcaldes, quienes ocasionan las fugas.
Las últimas incluso que llegaron peligrosamente a la zona conurbada de la capital.
Ya antes, en varios municipios, se han registrado connatos de incendio o siniestros de mediana escala, por la misma causa.
Las autoridades municipales han sucumbido, las estatales han sido rebasadas por completo.
Ya no hay margen para que el gobierno federal siga postergando su acción directa.
Estamos a las puertas del infierno y nadie, o muy pocos parecen estar dándose cuenta y actuando en consecuencia.