Pintando el alfabeto en manta
Lesly Mellado May
Crecí entre profesores y estudiantes normalistas. Como en todos los gremios, los había brillantes y torpes, chambeadores y flojos. Crecí escuchando sus canciones y poesías, sus historias en los internados de las escuelas rurales y sus eternas discusiones sobre el futuro de la educación.
La historia entre maestros y alumnos no era distinta. Por décadas las comunidades rurales fueron semillero de profesores. Bastaba con terminar la secundaria para ingresar a la Normal y de ahí una plaza segura en cualquier lugar del país.
La bohemia era lo que más me gustaba de ellos, no importaba que fueran profesores de matemáticas, química o español, todos discutían de política y educación, cantaban y bailaban al son de las copas. La grilla hacía mancuerna con la música y los largos fines de semana en que peregrinábamos de una casa a otra.
Entonces los miraba ordinarios, pero hoy a la vuelta de los años no hago más recordarlos viviendo, enseñando y aprendiendo con pasión. Igual jalaban orejas que se echaban una reta de basket o de baile, maestros y alumnos compartían la precariedad económica del país, y casi todos su origen rural y humilde.
Hoy, los estudiantes que desfilaban por mi casa son maestros a punto de la jubilación, con hijos universitarios, dueños de casas y autos modestos. Una vida que no habrían logrado conseguir si se hubieran quedado en sus pueblos. Los de poco talento se perdieron entre polvo de gis, listas de asistencia y papelería; los comprometidos lograron el reconocimiento en sus comunidades. Unos y otros se sumaron al Consejo Democrático Magisterial Poblano, y los segundos, como en los viejos tiempos tienen una larga lista de argumentos para estar en la disidencia.
Cuando el movimiento apenas despuntaba, llamaron a los padres de familia para contarles los motivos de la lucha, y recibieron apoyo. ¿Por qué?, porque ningún padre en su sano juicio puede estar de acuerdo en que su hijo sea educado para ser un obrero con bajo salario y ninguna posibilidad de elevar su calidad de vida.
Ese es el modelo educativo organizado por el gobierno federal: privatización y restricción para el nivel superior.
Una de las cosas que más se les critica a los profesores son los bajos niveles de aprovechamiento y las magras calificaciones en la prueba Enlace. La respuesta, dicen, es que el problema de la educación no es pedagogía pura; sino desarrollo social.
Cada año en la secundaria de Teteles hay fiesta el día del estudiante. Una fiesta auténtica, hasta con marranito y todo. Es una de las pocas ocasiones en el año que los niños comen carne. Hay un problema tan público que nadie habla de él. Los niveles de pobreza son altos, al igual que el abandono de los padres, así que las madres se dedican a la prostitución en Atempan y Teziutlán. ¿Cómo le vas a exigir a un alumno en una situación así que ponga atención, estudie y saque 10? La sobrevivencia está por encima de la sapiencia.
Y no hay visos de solución: el programa Oportunidades no hace más que incentivar la procreación, entre más hijos tienes, más dinero te dan.
Me cuentan los profes que la prueba Enlace no toma en cuenta la heterogeneidad del sistema educativo. Una maestra de biología narra que en el examen vienen preguntas de laboratorio, y en su escuela no hay, y si hubiera con qué se pagarían las sustancias: “si mi pipiolera pudiera entrar a un laboratorio como el que usamos los maestros en el Benavente, pues otra cosa fuera, allá en el pueblo las disecciones las hacemos con gillette…”
Ahora que ya me dejan hablar en las tertulias, les hice un recuento de lo que dicen los columnistas sobre el movimiento magisterial y la forma en que fue creado e incentivado desde el gobierno del estado.
“Nos vale… la represión no se las vamos a perdonar. Elba y el precioso que se cuiden…”