El miedo a la casa
Lesly Mellado May
El coronavirus ha sacado a flote el miedo a la casa, a la convivencia cercanísima con los que más queremos, a mirar la felicidad sin accesorios, al hogar.
Bien sabido tenemos que hay muchos Méxicos, y así se ha vivido la crisis (para unos y el “cuento” para otros) por el COVID-19. Me voy a referir a ese sector de mexicanos que tiene la posibilidad económica y laboral de estar en confinamiento, pero que opta por salir a la calle.
El siglo XX nos dejó como legado las ciudades dormitorio. Los habitantes de éstas nos convertimos en esclavos del espacio laboral para poder pagar el “hogar perfecto”.
El otro legado fue “compra y sé feliz”, así que también buena parte de la vida se nos va en generar dinero, “pasear” en las tiendas, y comprar, comprar, comprar.
Y así tenemos como patrimonio casas que sólo sirven para dormir y cosas que no tenemos tiempo de usar.
Pero ahora que un virus nos colocó donde está lo que más atesoramos y en el sitio porque el que siempre trabajamos: nuestros hijos y nuestra casa, resulta que queremos estar afuera.
En redes sociales ha quedado registro de gente que anda en la calle con niños incluidos sin nada urgente qué hacer.
También han retratado la desesperación de madres y padres, que fungiendo y fingiendo de maestros, no logran contener la ira cuando sus hijos buscan aprobación en su rostro en lugar de mirar el cuaderno: “por qué me miras si las letras no las tengo yo en la cara”.
¿Y qué pasó?, si dijimos que si se acababa el mundo queríamos estar junto a nuestros hijos, si nos quejábamos porque la oficina no daba suficiente tiempo para protagonizar una guerra de almohadas y un arrebato de cosquillas… y hasta olvidamos que si nosotros nunca fuimos brillantes en la escuela en qué momento idealizamos que tendríamos hijos superdotados.
Algo similar pasa en la convivencia cercanísima que ahora tienen las parejas: “La oficina me hacía olvidar sus defectos”. Ahora que no hay oficina, cine, restaurante, parque, fiestas, viajes… ni nada que nos permita voltear a otro lado nos encontramos desnudos para mirar y para que nos miren, y sí resulta atemorizante.
¿Qué contaremos ahora cuando nos pregunten cómo queremos que nos tome el fin del mundo?
Pues, en la calle comprando.