La primera puntada
Lesly Mellado May
Efraín transita por el río González. Lo acompaña el rugido del motor de su lancha y el susurro del Edén. Lleva una carga peculiar de San Juan Bautista (Villahermosa) a la costa del Golfo de México.
Su suegro Alfonso vive en Jalapita, una ranchería que nació junto con el siglo XX a cuenta de familias que llegaron de Jalapa, Tabasco.
Alfonso es campesino, comerciante, alfabetizador, cronista y un gran lector en esas tierras donde el río González se encuentra con el mar.
Corren los años cincuenta y en ese rincón del Edén se tejen encajes e historias.
Efraín tiene un encargo importante cada semana. Como no hay carretera, sale de Villa Cuauhtémoc (ubicada junto a Jalapita) a las 2 de la mañana en su lancha cargada de productos del mar y el monte. Llega a Villahermosa cerca del mediodía y tiene como parada obligada la panadería de su tío Facundo ubicada en el primer cuadro de la ciudad.
Ahí mismo compra los periódicos, no sólo del día, de toda la semana.
Regresa entonces a las aguas del río. Su suegro, Alfonso, lo recibe como siempre con una taza de café y con los anteojos dispuestos para llenarse los ojos del mundo, para enterarse cómo se mueve y transcurre la humanidad, aunque sea con una semana de retraso.
Y mientras su esposa Celita borda encajes para los nietos, y recorre sola ríos, mares y pantanos para ver a sus hijas ya casadas en Ciudad del Carmen e Isla Mujeres… Alfonso teje con imponente letra la historia de Jalapita.
Así comenzó a escribirse “Encaje ancho” con pluma de pavorreal y tinta china en una libreta forrada de piel, con letra dibujada que daba cuenta exacta de cuando los Rodríguez llegaron a la orilla del mar y del río a hacer historia en patios tapizados de copra, entre matas de cacao y árboles de mango.
En esa y muchas otras libretas, Alfonso escribía a diario lo que pasaba en la ranchería: nacimientos, muertes, obras, faenas, matrimonios y jolgorios. No era una estadística vulgar, cada anotación era bien pensada y detallada como si hacía norte (mal tiempo) o el calor era abrumador. Lo que sí era estadística pura era lo que ganaba y perdía en sus negocios, información que también anotaba religiosamente.
En casa de su hijo, al que también llamó Alfonso y que recién murió en noviembre, están las libretas con sus apuntes, sus ejemplares de El Universal, y los libros por los que caminó el mundo porque nunca salió del Edén.
Sus nietas aún recuerdan el fervor con el que contaba cada detalle del Paseo de La Reforma, y de avenidas y monumentos de ciudades europeas que nunca pisó. También guardan en la memoria cuántos centavos y dulces les pagaba para que escucharan sus historias en el ocaso de su vida.
Murió de tristeza de padre, su hijo Israel se dedicó a mirar y contar el mundo a través de un extraño caleidoscopio desde que tomó el bebedizo de una gitana… encontró el amor y perdió la razón.
La pluma y el tintero de Alfonso Rodríguez encontraron descanso el 24 de febrero de 1975; pero su palabra no.
Un par de meses después, un domingo entrando la noche, día de feria en Villahermosa, en una primavera extremadamente calurosa, nació una niña en medio de la zalamería y el luto… no podía ser de otra manera en el Edén.
El río González en la navidad de 1999
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