La nueva élite
Lunes, 18 de Octubre de 2010Lesly Mellado May
La expectativa generada por el grupo de Rafael Moreno Valle que ya tomó las riendas del estado de Puebla es positiva porque, dicen, su proyecto apunta a Los Pinos y no se puede equivocar, y porque encabeza a un equipo de profesionales que actuará para alcanzar metas cuantitativas que lo mantendrán lejos de la demagogia.
A propósito de la meritocracia bajo la que fue educado él y su primer círculo, encontré un artículo de Christopher Lasch, “La rebelión de las élites”. El trabajo del crítico de la sociedad estadounidense fue publicado por Nexos en octubre de 1995. A continuación, algunas notas de éste:
Cuando Ortega y Gasset publicó “La rebelión de las masas” en 1930, no pudo haber previsto una época en la que podría hablarse de una revuelta de los privilegiados. En nuestros tiempos, la principal amenaza parece provenir no tanto de las masas como de aquellos que se encuentran en la cima de la jerarquía social: las élites que controlan el flujo internacional de dinero e información, presiden las fundaciones filantrópicas y las instituciones de enseñanza superior, manejan los instrumentos de la producción industrial y, por lo tanto, establecen los términos del debate público.
La clase media alta, que constituye el corazón de las nuevas élites profesionales y empresariales, se define –además de por un ingreso en rápido ascenso- no tanto por su ideología como por su modo de vida, que la distingue más y más del resto de la población. Se trata de un estilo de vida glamoroso, llamativo, en ocasiones indecentemente derrochador.
¿Cómo describir a esta nueva élite social? Su inversión en educación e información, y no tanto en propiedades, la distingue de la burguesía típica, cuya influencia caracterizó una etapa previa del capitalismo, y de la vieja clase propietaria –la clase media, en el sentido estricto del término- que en alguna ocasión formó el grueso de la población. Estos grupos constituyen una “nueva clase” sólo en el sentido de que su novedoso estilo de vida se sustenta no tanto en la posesión de una propiedad como en la manipulación de la información y el expertise profesional.
Esta élite comprende una gran variedad de ocupaciones –financieros, banqueros, promotores de bienes raíces, ingenieros, consultores de todo tipo, analistas de sistemas, científicos, médicos, publicistas, editores, ejecutivos de mercadotecnia, directores artísticos, cineastas, artistas, periodistas, productores de televisión, escritores, profesores universitarios- como para ser descrita como una “nueva clase” o una “nueva clase gobernante”. Aún más, sus miembros carecen de una visión política común.
Robert Reich hace un retrato halagador: Estos jóvenes adquieren grados avanzados de las “mejores universidades del mundo”, cuya superioridad se demuestra por su habilidad para atraer la mayor cantidad de estudiantes extranjeros. En esta atmósfera cosmopolita superan esas maneras provincianas que limitan el pensamiento creativo. “Escépticos, curiosos y creativos”, se convierten en solucionadores de problemas por excelencia. A diferencia de aquellos involucrados en rutinas adormecedoras de la mente, ellos aman su trabajo, que los involucra en procesos de aprendizaje que toman toda la vida y en procesos de experimentación sin fin.
La identificación de “los mejores y más brillantes” es el ideal meritocrático. En teoría, por lo menos, ofrece oportunidades de movilidad a cualquiera con talento para aprovecharlas; pero fortalece la posibilidad de que las élites ejerzan el poder irresponsablemente, precisamente porque reconocen muy pocas obligaciones con sus predecesores o con las comunidades que profesan liderear.
La aristocracia del talento, desde una perspectiva superficial, constituye un ideal atractivo, que parece distinguir a las democracias de las sociedades basadas en privilegios hereditarios. Sin embargo, la meritocracia resulta ser una contradicción en términos: los talentosos retienen muchos de los vicios de la aristocracia sin conservar sus virtudes. Su esnobismo carece del reconocimiento de las obligaciones recíprocas que existen entre la minoría favorecida y las multitudes.
Así viven: En lugar de apoyar los servicios públicos, las nuevas élites invierten su dinero en el mejoramiento de sus propios enclaves amurallados. Pagan con gusto por escuelas privadas y suburbanas, por servicios privados de seguridad, por sistemas privados de recolección de basura, pero han encontrado la manera de librarse, a un grado sorprendente, de las obligaciones de contribuir al tesoro nacional. Su reconocimiento de las obligaciones cívicas no se extiende más allá de sus propios vecindarios.