Cuarentena sin sostén (otra)

02.09.2020

La vida cambió. No somos mejores ni peores. Tal vez somos otros. Ojalá lo fuéramos. Otros más locos. Más paranoicos. Más inseguros. Más mortales.

A finales de abril del año pasado tuve un sueño. Alguien llegaba a visitarme y yo le decía detrás de la puerta: “es que ando sin sostén”. En cuanto terminé la frase desperté de súbito. El método freudiano de la interpretación de los sueños me remitió a mi costumbre de andar sin bra por la casa, pero la materia prima del psicoanálisis son las palabras, las palabras que se escapan de esta chimenea que humea de lo inconsciente. Mi interpretación fue inmediata. Era obvio que esa palabra que designa de manera conservadora, elegante y yo podría decir, arcaica, aludía a aquellos meses en que mi esposo se había ausentado del hogar por motivos de trabajo. Ambos sabíamos que no iba a volver. Y yo me sentía sin este punto de apoyo que emergía de su mano sujetando la mía. Sin él sosteniendo mi locura.

A principios de abril de este año nuevamente volví a guardarme en casa. Seguía sin sostén. Ahora por un virus que decían se trasmitía por abrazarse y besarse unos con otros. Los mundos en que sostenía mi rutina se desvanecían uno tras otro. La escuela. La otra escuela. El albergue. El home office. En ese preludio nació “Cuarentena sin sostén”, el artículo que forma parte del libro Covid – 19: Reflexiones y Vivencias.

“¿Qué hace usted todo el día? Soportarme”, con este aforismo del escritor y filósofo rumano, Émile Cioran, inicié el escrito con el que intenté curar la angustia de aquellos primeros días, porque es real, literal. En la maestría en Psicoanálisis y Cultura era el pan de cada fin de semana escuchar a los eruditos que impartían los seminarios exclamar una frase muy trillada: “hazte cargo”, aludiendo a que todo sujeto debe hacerse responsable de su posición frente a su deseo, y que ese deseo es de Otro.

¿Soportar-nos sería sostenernos?. No lo sé. Llevo toda la pandemia preguntándomelo. Sostenerse – en lo que sea- me parece la cosa más titánicamente difícil, casi imposible. Para sostenerse en su posición, el analista debe caer ante el analizante. Los enamorados que se atrevan a intentar sostenerse, deben mostrar su falta. Aquellos que sentían que tenían el control de su vida, su negocio, su familia, su futuro… hoy se han desbordado. Entonces ¿cómo pasa uno de 40 días o medio año al tiempo indefinido de zozobra que esta pandemia ha tejido?.

Esto que estamos viviendo es un duelo. Duelo de pelear por la vida. Duelo de aceptar las pérdidas. ¿Pero no hacíamos eso ya antes del coronavirus? Parece que el ver a la muerte rondando nos recordó que somos muy frágiles. Que cualquier día sin saber cómo ni dónde se desdibujó esa fantasía de morir viejos en la paz de nuestra alcoba mientras dormimos.

A algunos nos funciona mirar con más calma la luna que se despide al amanecer, la gama de azules que desfilan por el cielo en el verano, a veces soleado, a veces con lluvias, a veces con relámpagos; las nubes blancas o grises que envuelven a los volcanes al atardecer, el halo que rodea a la luna cada noche. Disfruto las pequeñas cosas que hacen liviano el día a día. Porque también hay ratos en que toca soportar la angustia, el miedo y mi narcisismo de 57 kilos.

Por cierto, ya no ando sin sostén. Tuve que volver a él cuando los colegios nos obligaron a hacer Meet, los jefes se encariñaron con Zoom y para salir a los trámites o a comer a casa de mis padres. Porque sí, iniciando el noveno mes de este 2020, no podemos seguir esperando a que los días de ayer vuelvan. Toca hacer lo que podamos con lo que tenemos. Y lo único que nos queda es la fe en el hoy. He visto a gente reinventar su negocio para migrar al terreno digital, también a muchos que han tenido que emprender o idear nuevas fuentes de ingreso ante el desempleo. Otras más renovando casas para que sean cómodas oficinas. En mi caso me dedico a vaciar la mía: la alacena, los closets, la sala. A veces pienso que si enfermo y la cosa se complica, no quiero que entren a la casa y vean el desastre. Por eso me apuro a depurar. Bueno, exageré.

Undressing 3, Erin M. Riley (2014)

Una película y un libro

03.08.2020

La primera vez que me encontré con su nombre fue en la redacción de El Universal de Puebla. En el 2001, el fax aún era la vía por la que las oficinas de Comunicación Social enviaban invitaciones y boletines, así que cuando lo leí mientras merodeaba por ahí pensé con algo de curiosidad: “A este le pusieron el nombre del cineasta”.

Un par de años después, llegué al quinto piso del edificio de Galerías Fama. Ahí lo veía subir y bajar por las escaleras que conducían de la jefatura de información a la cabina de Radio Tribuna. Sólo nos sonreíamos como las amigables personas que nos tocó ser. Al cabo de unos días entró a la oficina y dijo sin mayor preámbulo. “Se va una reportera, ¿te interesa entrar en su lugar?”. Yo apenas había cubierto eventos pagados en El Universal de Puebla. De la calle y la coyuntura sabía nada. Semanas más tarde caí en cuenta de que se trataba del sujeto que tenía nombre de cineasta.

Entre la edición de sondeos y la antesala a la grabación de notas, hablábamos de La Silla del Águila y el Código Da Vinci. Claro que en ese entonces él aún prestaba libros sin el menor recelo. Hoy prefiere regalarlos nuevos antes que compartir su atesorada biblioteca. De la novela de Carlos Fuentes pasábamos a comentar la grilla local, las cornadas que dan hambre, yo le conté que me habría gustado estudiar Psicología, él me contó del recuerdo que traía clavado en la cabeza por el sismo del ‘99 que lo pescó en el Palacio Municipal de Puebla. Intercambiábamos opiniones sobre el séptimo arte y también evocábamos las canciones de Mijares, Alejandro Sanz o el catálogo que en ese entonces programaba el 98.7 de FM.

La mayor parte del tiempo en su oficina se la pasaba al teléfono. Las líneas que escribía en su libreta sí parecían signos de taquigrafía. Yo leía el teasser que redactaba y así él me enseñó a cabecear. Siempre hablábamos del proceso de comunicación. “Se olvida tan fácil al receptor”. Le decía yo. Odiábamos cuando algún conductor de noticias leía la cabeza y el reportero entraba al aire repitiendo la misma frase. Cuando me mudé de estación de radio repliqué sus buenas prácticas: sondear a ciudadanos, hacer metáforas con las cabezas y anteponer lo social a lo político.

Pasó una vida. O dos. Casi tres. Hubo encuentros y desencuentros que dan para una película. Pero él es apenas guionista y yo una prófuga del periodismo. Una mañana lo vi de nuevo subiendo y bajando las escaleras. En la Escuela Libre de Psicología hablábamos de otros para no hablar de nosotros. Yo necesitaba a alguien que escribiera bien, no sólo juntar sujeto, verbo y predicado. No hay quien regale poesía en lugar de noticias como él. “¿Sabes en lo que te metes?”, le pregunté cuando le propuse rentar sus manos en su tiempo libre, convertirse en un textoservidor.

¿Para qué el psicoanálisis? Para hacer arte. Es lo único que sabemos. Hoy hablamos de libros por hacer, de la deformación del psicoanálisis, de lacanianos vs freudianos. De un mundo donde haya más escucha y menos ecolalia. Donde haya más preguntarse y se dejen de dar respuestas como recetas médicas.

Dice Freud que “no elegimos a los otros al azar, que nos encontramos con aquellos que existen ya en nuestro inconsciente”. Así que cuando Alberto Isaac Mendoza Torres me dijo: “vas”, escribí. En abril yo solía andar sin sostén, la cuarentena asomaba sus fauces que amenazaban con devorar lo poco que me quedaba. De eso y más escribí. Hoy ese artículo está impreso en un libro. No tengo palabras para esa emoción, lo único que alcanzo a escribir es que ver mi nombre ahí es enloquecedor.

Sobre vivir

20.07.2020

Somos relatos. Somos las historias que tejemos a través de los años y los daños. Las cicatrices que nos vamos tatuando, a veces con cenizas, a veces con confeti, a veces con el color de algunos pétalos y a veces con las espinas de esas rosas. Yo prefiero las gerberas.

Sin duda, esta pandemia nos abrió la herida narcisista que llevamos todos a semejanza del pecado original. Esto que estamos viviendo nos recordó que no somos el centro del universo, que no somos libres y que no tenemos el control de nada. Pfff. Es demasiado para la civilización que ha logrado tener el mundo a sus pies con tan solo ordenar a Siri o a Google, lo que sea que quiera saber, comprar, ver o disponer al instante.

¿Qué no se ha escrito del coronavirus? ¿Qué no hemos leído sobre la sana distancia? ¿Cuándo nos darán la noticia de que todo ha vuelto a la normalidad? ¿Cuándo despertaremos de este mal sueño en el que vemos pasar los días, las semanas, los meses y casi la mitad del 2020 en medio de arenas movedizas?

Aún con la actividad económica semi paralizada, las actividades migradas al mundo online o el distanciamiento social, como medidas de contención del virus, el mundo sigue girando. Y de una u otra manera hemos aprendido a improvisar para seguir caminando hacia lo que sea que nos haga latir el corazón. Mantener esa fe puede convertirse en una aventura y apostar por eso, es ya vivir. El otro lado de la moneda es mantenerse en la comodidad o subsistir ante la crisis económica que se avecina, y eso es meramente sobrevivir, sin cuestionarse, sin dejarse atravesar por el momento histórico.

“Y así, de repente, de la noche a la mañana, ¡el mundo entero cambió!”, esta es la carta de presentación de Covid – 19: Reflexiones y vivencias. El volumen 19 a cargo de la psicoanalista Cristina Jarque, editado por Lapsus de Toledo, compila a un centenar de coautores, entre escritores, psicoanalistas, psicólogos, filósofos, historiadores, maestros y alumnos.  Este ejercicio nació como una cura a la angustia que vivimos a finales de marzo, cuando en España y México esto apenas comenzaba. Todos teníamos demonios que exorcizar, todos debíamos vaciar un poco de eso que nos comía la cabeza o que nos mordía el corazón. Hoy, el libro ya está en Puebla y lo queremos compartir escuchando tu relato el próximo lunes 3 de agosto a las 7:00 pm a través de Facebook Live. ¡Agéndalo!

Cien días: tiempo para enloquecer

01.07.2020

Del 23 de marzo a este 1 de julio han pasado cien días. Pareciera mucho tiempo. Sin embargo no lo es tanto. Pero sí es suficiente. Hemos sido pacientes. En la medida de lo imposible guardamos la distancia, cambiamos nuestros hábitos de consumo, modificamos nuestra rutina, nos alejamos físicamente de mucha gente, cancelamos las visitas a los abuelos, pospusimos todos los bautizos, fiestas de pueblo y tertulias “terapéuticas”.

La hemos pasado mal algunos días. Otros nos invade la esperanza de que, como dicen algunos: “esto también pasará”. Ha habido días de descontrol en los que no podemos dejar de comer. Otros ratos en los que no se nos apetece ni una gelatina. Días de alegría y armonía en que disfrutamos compartir la comida con nuestra familia. Días en los que no hemos podido levantarnos de la cama. Mañanas entusiastas en las que le damos buena cara a la vida. Tardes en las que la tranquilidad, la lluvia, un libro y un café bastan para sobarnos el corazón. Noches de insomnio, noches de anestesiarse con las series de Netflix y noches en que el cuerpo rendido no da más.

Hemos pasado muchas cosas. Kilómetros de chats se han escrito en esta pandemia. Podríamos hacer días enteros si juntamos las videollamadas en Zoom, Meet, Facebook o Whatsapp. Y, lo que más me agrada, es que el timbre del celular suena otra vez. Estamos volviendo un poquito a las llamadas de antes, como cuando mamá nos regañaba por estar pegados una hora en el teléfono hablando y hablando y hablando con las amigas y amigos.

Y es que el mundo no se paró. No hay manera de que todo se haya congelado. Al contrario, todo se ha ido precipitando, en picada, lo que sea, la economía, la salud, la cordura. Isaac Newton, a través de sus Leyes de la dinámica, nos lo advirtió. Ya sea por inercia, interacción o causa – efecto es imposible que nos mantengamos estoicos. La angustia nos atraviesa sí o sí.

De esta pandemia no hay manera de salir ilesos. Hoy que el fin es cada vez más lejano. Hoy que de nada sirve seguir contando los días o esperar a una fecha en el calendario. Tenemos que reconocer que algo ha pasado este tiempo. No es que vayamos a ser mejores, o hayamos aprendido algo, y no hablo de cocinar o tocar algún instrumento. Lo que nos ha pasado es la muerte. Se codea con nosotros pero no terminamos de hablarle a la cara. Tocamos madera, nos bañamos en gel y escupimos todos nuestros miedos, reclamando en redes sociales a todos aquellos que no se quedan en casa.

La sola idea de que cualquiera podría tener el virus sin presentar un solo síntoma es para volver paranoico a cualquiera. Después de tres meses es hora de cambiar el chip, comenzar a dar pasos, si no hacia afuera, hacia dentro. No se trata de salir a la calle y actuar como que aquí no pasó nada, o ponerse el cubrebocas y listo, a seguir despachando los asuntos pendientes. Es momento de dejar salir a los monstruos, darles una alcoba, reorganizarnos internamente, replantearnos cómo queremos vivir el día a día, porque no habrá vuelta atrás, lo que sigue será otra cosa. Es hora de aceptar nuestro lado oscuro pero también de identificar aquello que nos da brillo y nos ayuda a flotar en medio de las aguas turbulentas. Creerse eso de que cualquiera podría ser el último día.

Hace mucho tiempo | endmion1 (Lámina artística, 2019)

Salir o no salir, ese es el desmadre

14.05.2020

Ahora que se anuncia una #NuevaNormalidad tal vez experimentemos otro poco de angustia. De alguna manera ya estábamos acostumbrándonos (como nobles y domesticados animalitos de la creación), aunque no resignados, a este ritmo de trabajar a distancia, tal vez más horas frente a la computadora pero sin todo el ritual del despertador a las 6:00 am, los cinco minutitos más, el baño de cinco minutos, salir sin desayunar, coger un yogurt o yakult para el camino, conducir abriéndose paso entre autos porque a todos nos urge llegar y checar la tarjeta.

La vida se volvió un poco más lenta. Ahorramos en gasolina, en comida rápida y hasta en cafés. Ahorramos porque dejamos de consumir(nos). Si a mí me lo preguntan, extraño el cine, aunque ya desde hace un año le perdí el ritmo a los estrenos por otros motivos que no tienen que ver con el coronavirus pero sí con mi aislamiento voluntario. En fin, después de dos meses, sabemos que el mundo no será el mismo, o tal vez sí, tal vez nunca ha dejado de ser lo que es.

Si seguimos las noticias, desde que  nos guardamos en casa, todos los días hay reportes de asaltos, delincuencia, accidentes vehiculares, inseguridad, crisis sociales, económicas y pleitos entre particulares. Ese es el mundo que nos espera afuera. El mismo que dejamos. Con corrupción, con burocracia, como diría Lupita D’Alessio, con defectos y virtudes, con dudas y soluciones, con amor y desamor.

Justo en la semana que todo se detuvo. Yo subí y bajé a prisa, hice todo el trámite para reponer la placa que me robaron, pagando dos mil pesos más y rogando que la 4T me haga justicia y no me obligue a desembolsarlo por tercera vez. Hacía vueltas en el trámite para legalizar mi certificado en Psicoanálisis y Cultura, intenté liberar mi Servicio Social con la Fiscalía abierta aún al público pero cerrada para los pasantes. Corría para cerrar trámites y en cada vuelta reparaba donde estacionar el auto intentando ponerlo a salvo, caminar a prisa viendo para todos lados, rogando por no ser parte de las estadísticas de inseguridad. Porque sí, que no se nos olvide: vivíamos en estado de alerta permanente. Rayando en la paranoia.

Estas semanas a salvo en el hogar, pensaba en para qué quisiera salir al mundo, donde podría chocar o que me choquen el auto, tropezarme con los tacones o simplemente ser víctima de mis gastos hormiga entre los chicles, chocolates y bombones. Es el miedo a la libertad, el cual experimentamos desde el instante en que fuimos arrojados al mundo. En términos coloquiales esta es la tesis que el filósofo alemán Martin Heidegger plantea en su obra “Ser y Tiempo”, la cual ha sido retomada para sentar las bases de la Psicología Humanista y algunos de sus derivados.

Hoy que la #NuevaNormalidad se asoma, ese miedo a la libertad se reaviva. Al final tenemos que dar el paso hacia la calle. No podemos quedarnos en casa para siempre, como no lo pudimos hacer en el origen, no sólo tuvimos que salir del útero de nuestra madre, también debimos dejar el seno materno y después la casa de nuestros padres. Sólo así logramos ser en el mundo y escribir una historia propia. Sólo así podemos decir que vivimos y no solo sobrevivimos. Ya lo dijo Alejandro Sanz, “vivir es lo más peligroso que tiene la vida”, hagamos que valga la pena.

Drawing | Mariya Fedotova Zeldis