¿Qué hemos perdido?
“Ha sido siempre amanecer, milagro”, nos dice el cantautor cubano Francisco Céspedes en una bonita y melancólica canción. Cinco palabras que son perfectas para una poesía pero que no resonaban como la oración de todo buen cristiano que ha sido educado para agradecer a Dios por despertar a un nuevo día.
Antes de marzo del 2020 no había tiempo para detenerse a pensar en ello. ¿Por qué no habríamos de despertar si tenemos 10, 20, 30, 40, 50 o 60 años? ¿Por qué si se mueren los “viejitos”? Si acaso había que rezar para no morir atropellado o en un accidente automovilístico al tomar la carretera.
Entre las tantas cosas que sacó a flote la pandemia fue el tabú de la muerte. Esa que no se mencionaba porque las abuelitas y tías decían que “no había que atraerla”. Nunca como en los últimos 18 meses la muerte había sido pronunciada, discutida y expuesta en cada sobremesa familiar. Ya lo de menos era si las noticias de los decesos del día eran a consecuencia del covid. El halo de la muerte nos ronda desde el año pasado y verla en la casa de enfrente nos repliega hacia la nuestra.
Hay en el psicoanálisis dos conceptos freudianos: duelo y melancolía. En ambos, Freud refiere que el sujeto experimenta dolor y pérdida de interés por el mundo exterior ante la pérdida del objeto amado (físico o ideal), cuya ausencia persiste en lo psíquico. Sin embargo, mientras en el duelo hay un referente simbólico sobre lo que se perdió, en la melancolía, el sujeto puede saber a quién perdió pero no lo que perdió en él.
De alguna manera hemos perdido algo en los últimos 18 meses. Desde familiares cercanos, amistades y empleos hasta los pies en el suelo. Pero ¿qué de nosotros hemos perdido en esas despedidas?
Tal vez hemos perdido el duelo. El espacio para sentir la ausencia, para realizar rituales de despedida, para enterrar libremente a nuestros muertos, para organizar funerales de tres días, con pan y café para todo el pueblo, porque recordemos que en México a la muerte se le hace una fiesta. ¿Cómo han elaborado los duelos los niños de 10, 20, 30, 40 o 50 años? En medio del conteo diario de decesos por covid, la vida sigue al otro día, no hay tiempo para llorar y hablar de los ausentes, para contar sus historias; en gran parte podría ser porque lo urgente es sobrevivir, ponerse el cubrebocas, ventilar los espacios y atender el zoom o pelear por si los restaurantes deben abrir o morir, por si las clases deben ser híbridas o presenciales.
- II -
Mi abuelito murió el 4 de enero. La doctora escribió “muerte natural” en su certificado. Tenía 95 años. La última vez que lo vi con vida fue la tarde de la Nochebuena. Ese día lo regañé por irse a meter a un tianguis en Acatzingo después de ir a ver a su huesero de cabecera.
- “Fui por unos pellejos muy buenos”.
- Pero abuelito, ¿no ves que está el virus?
- No… yo ya… si me va a dar pues ya… yo ya viví todo. Ya.
Esta semana lo soñé otra vez. Llegaba y abrazaba por detrás de la cintura a mi abue. “Ya vine a abrazar a mi vieja”, decía. Y ella se dejaba querer, por primera vez no le reclamaba por andar coqueteando con la de las gelatinas o cualquier otro detalle. Fue la escena más amorosa entre ellos que vi en mis sueños, como nunca en la vida diurna. Eran polos opuestos. Pasaron más de 60 años durmiendo juntos. El día que murió mi abue quería llorar, pero desde hace años sus ojos están secos a consecuencia de la artritis, así que sollozaba quedito para no ahogarse en su pena.
Él siempre entraba haciendo escándalo. “¡Mi amor!”, nos decía a sus nietas en un grito al saludarnos con beso y abrazo.
Yellow Room (Paul Schulenburg)