Una película y un libro
La primera vez que me encontré con su nombre fue en la redacción de El Universal de Puebla. En el 2001, el fax aún era la vía por la que las oficinas de Comunicación Social enviaban invitaciones y boletines, así que cuando lo leí mientras merodeaba por ahí pensé con algo de curiosidad: “A este le pusieron el nombre del cineasta”.
Un par de años después, llegué al quinto piso del edificio de Galerías Fama. Ahí lo veía subir y bajar por las escaleras que conducían de la jefatura de información a la cabina de Radio Tribuna. Sólo nos sonreíamos como las amigables personas que nos tocó ser. Al cabo de unos días entró a la oficina y dijo sin mayor preámbulo. “Se va una reportera, ¿te interesa entrar en su lugar?”. Yo apenas había cubierto eventos pagados en El Universal de Puebla. De la calle y la coyuntura sabía nada. Semanas más tarde caí en cuenta de que se trataba del sujeto que tenía nombre de cineasta.
Entre la edición de sondeos y la antesala a la grabación de notas, hablábamos de La Silla del Águila y el Código Da Vinci. Claro que en ese entonces él aún prestaba libros sin el menor recelo. Hoy prefiere regalarlos nuevos antes que compartir su atesorada biblioteca. De la novela de Carlos Fuentes pasábamos a comentar la grilla local, las cornadas que dan hambre, yo le conté que me habría gustado estudiar Psicología, él me contó del recuerdo que traía clavado en la cabeza por el sismo del ‘99 que lo pescó en el Palacio Municipal de Puebla. Intercambiábamos opiniones sobre el séptimo arte y también evocábamos las canciones de Mijares, Alejandro Sanz o el catálogo que en ese entonces programaba el 98.7 de FM.
La mayor parte del tiempo en su oficina se la pasaba al teléfono. Las líneas que escribía en su libreta sí parecían signos de taquigrafía. Yo leía el teasser que redactaba y así él me enseñó a cabecear. Siempre hablábamos del proceso de comunicación. “Se olvida tan fácil al receptor”. Le decía yo. Odiábamos cuando algún conductor de noticias leía la cabeza y el reportero entraba al aire repitiendo la misma frase. Cuando me mudé de estación de radio repliqué sus buenas prácticas: sondear a ciudadanos, hacer metáforas con las cabezas y anteponer lo social a lo político.
Pasó una vida. O dos. Casi tres. Hubo encuentros y desencuentros que dan para una película. Pero él es apenas guionista y yo una prófuga del periodismo. Una mañana lo vi de nuevo subiendo y bajando las escaleras. En la Escuela Libre de Psicología hablábamos de otros para no hablar de nosotros. Yo necesitaba a alguien que escribiera bien, no sólo juntar sujeto, verbo y predicado. No hay quien regale poesía en lugar de noticias como él. “¿Sabes en lo que te metes?”, le pregunté cuando le propuse rentar sus manos en su tiempo libre, convertirse en un textoservidor.
¿Para qué el psicoanálisis? Para hacer arte. Es lo único que sabemos. Hoy hablamos de libros por hacer, de la deformación del psicoanálisis, de lacanianos vs freudianos. De un mundo donde haya más escucha y menos ecolalia. Donde haya más preguntarse y se dejen de dar respuestas como recetas médicas.
Dice Freud que “no elegimos a los otros al azar, que nos encontramos con aquellos que existen ya en nuestro inconsciente”. Así que cuando Alberto Isaac Mendoza Torres me dijo: “vas”, escribí. En abril yo solía andar sin sostén, la cuarentena asomaba sus fauces que amenazaban con devorar lo poco que me quedaba. De eso y más escribí. Hoy ese artículo está impreso en un libro. No tengo palabras para esa emoción, lo único que alcanzo a escribir es que ver mi nombre ahí es enloquecedor.