El Museo Soumaya
Fernando Delmar realizó para el portal Chilango un recuento de lo bueno, lo malo y lo feo del museo que el magnate Carlos Slim “regaló” a los mexicanos. Hace apenas una semana fue abierto al público en general el recinto que alberga 66 mil piezas de arte internacional y a decir de este crítico el museo que lleva el nombre de la difunta esposa del dueño de Telmex es “mucho ruido y pocas nueces”.
“La colección más grande e importante de México deja un sabor de boca soso, como de agua tibia, en los paladares del visitante”, explicó Delmar en su artículo.
La obra arquitectónica de Fernando Romero mide 47 metros de altura y cuenta con 16 mil hexágonos metálicos que resguardan los seis pisos de exhibición. Por fuera, el edificio genera polémica pero no resulta del todo desastroso. Sus formas orgánicas y sus materiales brillantes lo convierten en un complejo dinámico, sensual y atractivo. Si bien aún se encuentra en obra, queda claro que el acceso inmediato por vías peatonales se presentará como un conflicto futuro.
“Respeto y admiro el regalo que el señor Slim quiso hacerle a la ciudad pero la verdad es que el museo no es muy accesible ni para el peatón ni para el que viene a ver la exposición”, dijo al reportero una visitante.
Más allá del impacto del edificio, Delmar nos describe que una vez dentro de éste el panorama no resulta del todo amable. “Romero diseñó un espacio interior en espiral que hace los recorridos largos, innecesarios y tediosos. Una vez que se visita una sala, hay que recorrerla entera para encontrarse con un pasillo ascendente, eterno, que nos lleva a la siguiente sala que conforma el piso siguiente”, escribió.
Aunado a ello, exento de muros fijos, este acomodo provoca que muchas obras se pierdan entre paredes y minimicen todo impacto por su organización espacial. Hay cuadros y objetos pegados a las escaleras, en una solución curatorial que parece improvisada y no está a la altura de las circunstancias.
Sobre la colección, considera que la tragedia fundamental de la colección de arte más cuantiosa de México radica en su calidad. En su falta de exuberancia. Si bien hay firmas, nacionales y extranjeras, de talla internacional e histórica, las piezas elegidas carecen de alguna composición legendaria y popular.
La colección incluye dos buenas piezas de Rubens y otras tantas de El Greco, pero estas se ven eclipsadas por la enorme cantidad de motivos religiosos novohispanos, productos clásicos de su época: imitaciones mal logradas de los grandes maestros europeos, que a su vez encuentran poca cabida en las paredes de la sala. Malos manejos de luz y forma que saturan los ojos del visitante casi de manera inmediata.
“Yo vine a ver si el señor tenía algo importante. Hay algunos cuadros europeos que se rescatan, como mexicanos. Pero la gran mayoría de los que he visto se quedan un poco cortos”, dijo otro visitante.
Luego entonces, según este crítico, este museo demuestra que el poder de compra no se refleja en el objeto comprado, aún cuando se gaste mucho. “Ni en los albores del impresionismo encontramos a Degas, Manet, Renoir, Pissarro, sus grandes perpetradores. Este engaño (por llamarle de alguna manera), donde no todo lo que brilla es oro, se ve reflejado hasta en la última parte del museo, la única abierta (ahí sí, un éxito arquitectónico) que asila las docenas de esculturas de Rodin. Son él y Dalí (tremendamente malas y pomposas sus esculturas), nada más ellos, los que ocupan la sala “Escultura del siglo XX”. Dos artistas para determinar toda la tradición de un siglo”, remató.
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