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#ElCovidEsUnaRealidad

Lunes, Mayo 4th, 2020

Nada desgasta más al ser humano que resistirse al cambio. La raíz de todos los males que nos aquejan se reducen a la tormentosa batalla de aceptar nuestra derrota. Ante lo que sea. Lo que se nos olvida es que perdemos, perdemos todo el tiempo. Nuestra imagen narcisista con la que nos constituimos como sujetos incluso ha llevado a algunos a fomentar la cultura del “ganar – ganar”, o de la resiliencia que es entendida como esa capacidad para salir avante ante cualquier adversidad. Sin embargo, hasta en ambas estrategias perdemos, de hecho se trata de soltar lo que no tendremos para que cualquiera de ellas pueda surtir efecto.

Literalmente han pasado 40 días desde que las actividades no fundamentales se detuvieron, los empleados fuimos relegados al home office y los estudiantes enjaulados con sus padres. Sin embargo, habría que preguntarnos si realmente el confinamiento comenzó, pues mientras unos se tornaron más hogareños, los delincuentes no se han tomado ni un día de asueto.

La cuarentena se acabó. No en los hechos claro está, sino en el aspecto imaginario, en esa representación mental que aludía a una tortura y/o sentencia de cadena perpetua. Aunque para ser sinceros en México el confinamiento nunca comenzó. Nunca hubo un decreto de estado de excepción en el que quienes no acataran la Sana Distancia o anduvieran en la calle de paseo sin cubre bocas, fueran sancionados con el peso de la ley. Porque solo así entendemos. Aceptémoslo.

Comenzamos contando los días. Hoy nos hemos rendido y ya perdimos la cuenta. Nos subimos mejor a “un día a la vez”, “sólo por hoy”, hemos terminado por aceptar nuestra nueva realidad, sin darnos cuenta hemos aceptado que las cosas no son como las habíamos imaginado el 1 de enero antes de comer cada uva. Aceptamos que no volveríamos a la escuela el 20 de abril, ni después del 30 de abril. Hoy debemos ir olvidando la idea de que el 1 de junio saldremos corriendo a los cines y restaurantes.

Basta con voltear la mirada hacia el otro hemisferio del mundo. Ahí donde sí hubo mano dura durante su confinamiento, hablan de un retorno parcial que será lento, gradual y ya entrado el verano, es más mencionan un rebrote para otoño y hasta efectos prolongados por dos años. Seguir esperanzados a que “esto también pasará” o que ya pronto será 31 de mayo es negarse a ver que esta pandemia nos sobrepasa, que toca quedarse en casa, porque aun cuando queramos salir, no hay lugar a donde ir, así que es mejor si asumimos esta pos “normalidad” y nos ponemos creativos para hacernos la vida más amable.

Freud, el padre del psicoanálisis, dentro de su teoría estableció algo que se conoce como Principio de Realidad, el cual, junto con el Principio de Placer, rige el funcionamiento mental. Cuando éramos pequeños nos gobernaba el Principio de Placer, queríamos sentir a nuestra madre y lanzábamos chillidos, ella, presta, corría a atendernos y replegarnos nuevamente a su pecho. Tal vez no teníamos ya hambre, pero ahí estábamos bien a gusto cada que nos caíamos, teníamos sueño o nos espantábamos en la noche. Pero un día las cosas cambiaron y dejamos de ser los reyes del paraíso. Este mecanismo en el que aprendimos, por la mala, a postergar la búsqueda de satisfacción es el Principio de Realidad. Así fue como nos hicieron creer que “el que persevera, alcanza”, que “siempre vendrán tiempos mejores”, que “lo mejor está por venir”. Aunque de esto nadie pueda dar garantía. Claro que aceptarlo a veces cala, causa frustración, berrinche o cualquier otra manifestación del ego herido. Pero hoy es lo que nos toca. Es lo que hay. Así que sigamos haciendo lo que podamos cómo podamos mientras ocurre esta pandemia.

Vis-à-Vis |Gail Albert Halaban (París)

¿Por qué el psicoanálisis?

Lunes, Abril 20th, 2020

Seguimos en cuarentena. Aunque ésta pareciera más virtual que real. Una cosa es lo que se ve en las redes sociales y otra la que se ve en las calles. Si existe un común denominador entre las personas (sin importar raza, credo o clase social) es la relación complicada que persiste entre el ser y la muerte.

Para Freud, el padre del psicoanálisis, tendemos a la autodestrucción. Todo el tiempo, de alguna manera inconsciente, nos exponemos a situaciones traumáticas o dolorosas. Esto se conoce como pulsión de muerte. Algo así como el dicho coloquial de que “nos gusta la mala vida”, aun cuando buscamos la felicidad plena. Por eso es que la vida psíquica es más complicada que decretar la abundancia y listo.

A un mes de habernos retirado de la vida pública, llueven tuits, videos, publicaciones y artículos de cómo mantener eso que llaman la “salud mental”. Pero ¿cómo no enloquecer? Ya sea por convivir 24×7 con nuestra amada familia o por estar solos con nuestra soledad acechándonos. Cualquiera de las dos situaciones despierta a los demonios internos.

Leía un tuit que enlistaba el arte, el budismo y al psicoanálisis como las tres cosas que en esta pandemia podrían salvar la subjetividad, es decir, las maneras de no perdernos en medio de la masa que actúa de manera despavorida ante la propagación del coronavirus o ante el escenario de permanecer en aislamiento social por más de 30 días.

“¿Por qué el psicoanálisis?” es el título de un libro escrito por la historiadora francesa Élisabeth Roudinesco, en el que expone el dolor actual que viven las sociedades modernas (con y sin pandemia). Si bien, la amenaza de enfrentarnos a un virus mortal desconocido por el simple hecho de abrazar, besar o dar la mano (es decir mostrar afecto físico), agudiza nuestros síntomas, éstos ya estaban antes de guardarnos en la casa.

A diferencia de un tratamiento psiquiátrico en el que se prescriben drogas para sustituir sustancias que operan como neurotransmisores de la “felicidad”, o un programa terapéutico de la gama que ofrece la Psicología para disminuir los efectos de la ansiedad, depresión o trastorno de lo que sea; el psicoanálisis es un dispositivo que cura a través de la palabra, pero no con oraciones de Programación Neuro Lingüística o Coaching que motiva a “echarle ganas”. Es un método más largo. No surte efecto inmediato por 8 horas como un antidepresivo o un somnífero. Tampoco incluye un programa de tareas que el paciente siga a la letra para que a través de la respiración calme sus ganas de patear las puertas o de empinarse la botella de tequila.

El psicoanálisis va de escucharse. Escuchar cada uno su propio dolor. Escuchar qué hay detrás de esas ganas de volver con el novio tóxico, de encontrar la calma en una cajetilla de cigarros o la imperiosa necesidad de volver a la normalidad. Escuchar lo que le angustia. Lo que le pesa. Lo que le pica. Lo que lo tiene hasta la madre. Primero abre una punta de hilo y con eso va desenmarañándose la historia de un sujeto. Una historia que sólo él sabe y que no obedece a una receta. Por eso es que se dice que el psicoanálisis sirve para tejer, para hacer del dolor una obra de arte.

Élisabeth Roudinesco refiere que en la actualidad los tratamientos médicos, las drogas (legales e ilegales) e incluso el culto a uno mismo a través de rutinas que moldeen cuerpos perfectos o estar en constante producción (por ejemplo ahora escombrando los rincones de la casa), son los métodos más recurridos para aplacar ya sea la tristeza, la apatía o ese vacío que nos toca la puerta, es decir que son remedios caseros pero no curan el malestar psíquico.

El coronavirus nos ha dejado ver cómo se ha buscado desesperadamente sobrevivir para impedir que la locura (tristeza o ansiedad) nos coma. Lo vemos matando el aburrimiento en los videos de TikTok, cocinando todo tipo de platillos, haciendo ejercicio en la sala o documentando el día a día. Eso está bien para el ocio. Pero más allá de eso, cuándo todo “vuelva a la normalidad” ¿cómo saber quiénes somos o si seguiremos siendo los mismos?

Joven Decadente | Ramón Casas (España, 1899)

Para volver hay que irse

Jueves, Marzo 26th, 2020

Para volver hay que irse. O al menos eso intentamos hacer las mujeres que nos ausentamos el #9M. Pero no todos lo entendieron. Lo que era una emancipación femenina terminó en una ola de memos de oficina autorizando las faltas a la escuela o al trabajo. Al final incluso hubo quienes dijeron, “nomás avísennos”,  o de plano: “cerramos, sin ustedes no podemos”. Convirtiendo el intento de movimiento en un puente. Se trataba de que la ausencia hablara. Y de que hablara por todas las que no volvieron, porque ninguna hasta ahora tuvo el gesto de avisar que no iba a llegar porque algún cobarde le iba a robar su último aliento.

Pero de eso ya nadie habla. Hoy desayunamos, comemos y cenamos #coronavirus. La falta del rumbo de México, la inseguridad que gobierna en Puebla y los asuntos cotidianos han pasado a segundo plano. Para volver hay que irse. Irse de las calles, de las oficinas, del cine y los restaurantes. De la vida. La pregunta es si, cuando volvamos, “cuando esto pase” (como todos hoy inician las oraciones en cada conversación), ¿el mundo seguirá tal como lo conocíamos?

En medio de la angustia generalizada, las compras de pánico, la zozobra por el #Covid-19 “que ahí viene y te comerá”, no hay que perder de vista que este asunto que parecía del orden de salud pública, está plagado de tintes políticos, económicos y sociales. Parece una película – muy mal contada- de Hollywood, pero es real. Está ocurriendo. Los decretos para un confinamiento voluntariamente a la fuerza, comercios cerrados, recesos escolares y trabajos en línea, son parte de la fórmula que podría ser el siguiente paso para volvernos entes digitales. Como en Matrix. Si ya de por si no estamos donde el cuerpo, sino en el teléfono inteligente, qué más da si estamos en la calle o en nuestra habitación. ¡Qué miedo!

No llevamos ni una semana guardados en casa y ya estamos enloqueciendo. Los que hacemos home office nos sentimos invadidos por una multitud de enpijamados. Los que amamos el aislamiento hoy nos sentimos encadenados. Porque no es lo mismo, como dice el genio Odín Dupeyron,  que uno “opte” por quedarse en casa, que encerrarse por mandato global.

Para volver hay que irse. Romper. Salir. Huir. Migrar. Quemar. Morir. Tomar distancia y ver las cosas en perspectiva. Mientras estemos dentro no podremos apreciar todo el cuadro. Mientras se es parte del embrollo, nuestro juicio se nubla por un punto ciego. Bien puede aplicar para una pandemia o para la vida cotidiana.

II

Para volver hay que irse. La que esto escribe lleva un año intentando hilar un texto. Tecleo cinco palabras y borro. Avanzo un párrafo y cierro la laptop. Este es el primer logro completado en mi intento por regresar a las letras. Para sujetarme a ellas antes de que un virus me coma el cerebro. Dice mi guía existencialista, Jean Paul Sartre, que para que el suceso más trivial se convierta en aventura, es necesario y suficiente contarlo. Que somos narradores de historias, tratando de vivir nuestra vida como si la contáramos. Entonces… “cuando esto pase”, ¿cómo nos lo vamos a contar mañana?

Books |Anka Zhuravleva (2013)

Qué cosas tiene la vida

Martes, Abril 23rd, 2019

Los primeros días de mi secundaria solía pasar la hora del recreo escondida en la biblioteca del colegio. El primer libro que escogí al azahar fue Juan Salvador Gaviota. Tal vez fue la gaviota con las alas extendidas en medio del azul, plasmada en la portada lo que me habrá movido a sacarlo del librero. Las huellas del relato escrito por Richard Bach las condensé en “Castillos en el Aire”, la hermosa canción escrita por Alberto Cortez. Nunca supe si la composición de 1980 del argentino apelaba a la novela publicada en 1970. Hoy mismo lo googleé y no hallé rastro alguno.

Mentiría si escribo que recuerdo cada una de las páginas de mi lectura de hace 25 años. Lo que sí recuerdo era que la historia de esta gaviota “rara” a ratos hasta me hacía pensar en el “patito feo” que Hans Christian Andersen publicó en 1843. Y por esos días, ambas cosas me daban en el corazón.

“Castillos en el Aire”, como muchas otras canciones que Alberto Cortez regaló al mundo, es parte del repertorio musical cargado de melancolía que me legaron mi padre y su hermano (ambos nacidos el mismo día, pero en distinto año, por cierto). Yo era una niña pero al escucharla siempre experimentaba sentimientos encontrados. Hoy que las escucho, vuelvo a sentir esa mezcla de ilusión y aliento con velo de nostalgia y añoranza por eso que todos perdimos en la infancia. Son canciones que contaban historias de partidas pero también de sueños, de ventanas fabulosas, del duende de las cosas que tiene mucho que ver con el amor, de las raíces de árboles inamovibles como son nuestros padres, y también de los miedos a la vida que aún de mayores seguimos arrastrando, pero que no por ello, dejamos de caminar siempre adelante, ni tampoco de volar, por mucho que entre más alto, más duela la caída.

II

Tenía atorado a Alberto Cortez en las manos desde hace unas semanas, desde aquel día en que, mientras estaba en la cárcel, escuché “Camina siempre adelante” en la radio. Tras el asombro y el deleite, no prestaba atención a lo que el locutor decía. Me pareció extraño el hecho y de inmediato pensé: ¿habrá muerto y por eso ponen sus canciones? Un par de horas después leí la nota en un tuit. Qué triste. Por fin descansa en paz.

La última vez que lo vi en frente de mí habrá sido hace unos seis años, cuando una dependencia de gobierno tuvo a bien organizar una “Bohemia”, disque para recaudar fondos. Ese 1 de marzo de 2013 se le miraba cansado, con la rodilla a cuestas pero aún con vida en su imponente voz y en cada gesto del rostro con el que miraba con la paciencia de quien lo ha vivido casi todo.

Sex Education

Jueves, Marzo 7th, 2019

Mi corazón adolescente se enamoró con Sex Education. Aunque hoy los pubertos y universitarios tienen un chubasco de información, los mitos y tabus no acaban por romperse. Y ello no es tan malo si se mira por el lado de que más vale que el misterio ronde a lo que representa el ciclo de la vida. Sin este halo de culpa, conflicto, angustia y deseo que siempre conlleva la sexualidad, el coito sería una función más del organismo humano, tan devaluada como el respirar mientras se duerme. Y por supuesto que nadie quiere que eso pase.

Es porque hay todo un tabú detrás del acto sexual, que nos significa. Es por este velo mágico que la sexualidad nos atrapa o nos libera. Nos sujeta o nos da aversión. Nos encanta o nos asusta.

La mayoría de las veces mal interpretado en su decir, el padre del Psicoanálisis, Sigmund Freud, dedicó décadas a intentar comprender los azahares de la vida psíquica de los sujetos. “El sexo es todo”, es una frase que vulgar y erróneamente suele atribuírsele. Lo que él quiso decir es que lo que nos mueve es la libido, esa chispa que nos hace fascinarnos y caminar en todas direcciones, no sólo para conquistar a la chica con cuerpazo y quitarle su virginidad, también es la libido la que organiza a quienes tienen apetito por ser “alguien en la vida”, “exitosos”, dejar el cuerpo en una oficina, ser el mejor cirujano del mundo, estar en el cuadro de honor, orgasmearse con un doctorado, sentirse extasiados cuando el jefe les da un ascenso, enamorarse de un oficio, una rutina en el gym que los hará lucir un cuerpo envidiable, quienes se casan con un deporte para ser campeones o cuya razón de existencia está en cumplir con las demandas de su pareja, sus hijos o sus padres.

A lo largo de su obra, Freud plantea que es esta energía movida por una pulsión sexual, la que organiza el decir y conducir de un sujeto. No. No es que todos queramos estar pegados al otro todo el día todos los días toda la vida. Bueno, sí. Pero No.  No es posible. En lugar de ello, habremos de sublimar la sexualidad. En un poema, una canción, una carta de amor, o hasta una receta de cocina.

Volviendo a Sex Education. La serie de Netflix ha sido vista por más de 40 millones de espectadores en todo el mundo. Si bien el sexo es un tema que vende aquí y en China. Las andanzas de Otis y Maeve en su clínica ambulante son un acercamiento muy bien abordado de cómo las nuevas generaciones están viviendo el despertar sexual, nada distinto a lo que chavorrucos, millenials, baby boomers y demás, atravesamos. No porque ya no tengamos 16, no enfrentamos esa angustia a fallar, a caer enamorados, a perder el control ante otro con quien tengamos la suerte de identificarnos.