Se despidieron hace casi tres semanas. El pasado 10 de abril, los familiares de Alfredo Meneses recibieron la llamada que habían esperado durante días. Viajaron al North Shore University Hospital a las afueras de Manhattan con la esperanza de recibir buenas noticias. “Ay flaca, estuve en el sol todo el día y después me agarró la lluvia, se me hace que me va a dar gripa”, se lamentó a mediados de marzo cuando iba a llegar a su casa en Queens. “Ve al doctor, Alfredo”, le pidió su hermana, María del Carmen Meneses. Después vino la prueba por coronavirus. El diagnóstico positivo. El aislamiento en el hospital. Una lenta mejoría. Su traslado a un segundo hospital. La desesperación por salir del hospital. La impaciencia por no poder ir a visitarlo, verlo. Aquel viernes, María del Carmen y su cuñada por fin recibieron el permiso y viajaron una hora hasta llegar al sanatorio. “Cuando llegamos, tenía una media hora de haber fallecido”, cuenta María del Carmen, con la voz entrecortada del otro lado del teléfono.
El deseo de la familia es que sus restos puedan viajar más de 4.000 kilómetros hasta Santiago Momoxpan, un pequeño pueblo absorbido por la mancha urbana de Puebla, en el centro de México. Pero lo que antes duraba unos días, hoy toma semanas. Aquel 10 de abril murieron 777 personas en Nueva York, a un ritmo de 33 muertos por hora. El día siguiente fueron 783 fallecidos. El siguiente, 758. Y así hasta superar la cifra de más de 22.000 defunciones hasta esta semana. El epicentro mundial de la pandemia está colapsado. Los hospitales están saturados. Los servicios funerarios no se dan abasto con los cuerpos. Las funerarias también están desbordadas. Y los vuelos directos a México están suspendidos. En la zona más afectada del planeta, ningún otro grupo demográfico ha sido más golpeado por el virus que la comunidad latina, con más de un tercio de los decesos totales, según datos oficiales. Y repatriar los cuerpos a sus países se ha vuelto una odisea.
“Quería que Alfredo se fuera de cuerpo presente, pero me dicen que es casi imposible”, comenta resignada su hermana. El Gobierno da cuenta de 448 mexicanos fallecidos por coronavirus en Nueva York y casi nueve de cada diez solicitudes que recibe el consulado están relacionadas con trámites para repatriar sus cuerpos. María del Carmen Meneses llama cada tercer día a la funeraria, manda correos electrónicos, insiste, vigila cada parte del proceso y busca opciones en otras funerarias, pero la respuesta siempre es la misma. Su hermano Alfredo lleva casi 20 días en una morgue. “No quiero que después me digan que no saben dónde quedó el cuerpo”, lamenta sobre el estira y afloja en el que está atrapada. “Ya no puedo hacer más”, dice desesperada. “Es un viacrucis para las familias”, afirma el cónsul mexicano en Nueva York, Jorge Islas.
Al espiral de la crisis sanitaria y económica que azota a la ciudad más poblada de Estados Unidos y al mundo entero, se le suma el impacto social, familiar y personal. “Lo describiría como una novela apocalíptica”, resume Islas, después de un largo suspiro. “Es una situación indescriptible”, agrega Islas, que apela a palabras como zozobra, frustración e incertidumbre para digerir sus emociones. No solo es el efecto en cadena del colapso de los centros sanitarios. Es el grito de auxilio de un lugar que no puede enterrar a sus muertos y que ha tenido que comprar 45 morgues móviles para conservar en refrigeración 3.500 cuerpos. Es el laberinto burocrático de una ciudad en cuarentena, en donde los trámites se tienen que resolver desde casa. Es la urgencia de abrir el consulado en medio de la emergencia, aunque no se pueda.
Después de que el paciente fallece en un hospital o una ambulancia recoge su cuerpo en su casa, el cadáver es llevado a una morgue. Ahí inicia un periodo de dos semanas para completar los trámites funerarios y obtener un acta de defunción, emitida por las autoridades sanitarias locales, aunque esos plazos se han extendido por la contingencia. Se requieren permisos especiales para el transporte del cuerpo en Nueva York, así como cápsulas especiales para los féretros y químicos especiales para tratar los restos. Después de completar todos los pasos, el consulado emite un visado especial para el traslado a México, donde cada Estado tiene sus propias restricciones a nivel local.
El vuelo del ataúd tendría que hacer varias escalas o, en su defecto, habría que encontrar un servicio de mensajería que esté dispuesto a hacer el viaje hasta los Estados de Puebla, Oaxaca, Tlaxcala y Guerrero, de donde viene el 90% de los 1,2 millones de mexicanos que viven en Nueva York. Con todas las restricciones, ningún cuerpo ha sido mandado para ser inhumado en México y solo una de las casi 450 peticiones que ha recibido el consulado ha solicitado esa opción. “Es prácticamente imposible”, insiste Islas, repitiendo las mismas palabras que retumban en la cabeza de la familia Meneses. Es el mismo atolladero que enfrentan los consulados y las familias de las víctimas neoyorquinas.
Las cremaciones se han vuelto una válvula de escape frente a la crisis forense. Tienen mejores probabilidades por cuestiones de espacio, transporte y costo, y enfrentan menos complicaciones porque los familiares pueden llevar por ellos mismos la urna a México. “Alfredo está en una lista de espera para la cremación, pero espero que me entreguen sus cenizas esta semana”, comenta Meneses.
El consulado da reembolsos parciales tras las cremaciones, que cuestan entre 900 y 1.800 dólares. El cálculo de Islas es que para mayo se regularicen los traslados de restos cremados y para junio, de cuerpos para inhumación. La representación mexicana también ha abierto 20 líneas telefónicas para dar atención en los temas comunes, desde despidos hasta discriminación, así como para ofrecer consultas de telemedicina y apoyo psicológico, en especial por el aumento de la violencia doméstica, el abuso de sustancias y los trastornos mentales. “La epidemia es un caldo de cultivo en el que la gente explota”, lamenta Islas.
Y luego están el duelo y el recuerdo. “Alfredo era un gran ser humano, muy alegre y generoso, ayudaba en todo lo que podía”, cuenta su hermana, la primera de sus cinco hermanos en dejar Momoxpan y tomar rumbo a Nueva York hace 24 años. Poco después, se fueron casi todos, salvo su madre y un hermano. La familia se adaptó rápido a Puebla York, como se conoce a Manhattan por el número de poblanos que residen ahí.
Los tres hijos y los sobrinos de Alfredo Meneses creían que era como spiderman. Se colgaba de los edificios más altos de la ciudad, a veces de 100 o 120 pisos, cuando se iba a trabajar en la construcción. Tenía la costumbre de cantar en todas partes y en su repertorio personal no podían faltar las canciones de Pablito Ruiz. “¡Ay, ya modernízate, esa canción es de tus tiempos!”, le rogaban sus hermanos apenas se arrancaba a repetir una y otra vez “Oh mamá, estoy enamorado”. Alfredo, sin embargo, todavía era joven, tenía 43 años.
“Sus compañeros de trabajo bromeaban al principio, decían que se había ido de vacaciones”, recuerda su hermana. “Cuando supieron que estaba en el hospital, se dieron cuenta de la gravedad de todo”, comenta Meneses, que se contagió al mismo tiempo que su hermano y logró recuperarse tras tres semanas en cama. “No creían en esto, creían que no les iba a pasar nada y no tomaban ninguna precaución”, dice molesta.
En ambos lados de la frontera, la preocupación de que la necesidad económica y la temeridad no empujen a los mexicanos a salir a la calle es latente. También en Queens, donde viven los Meneses y donde una cuarta parte de los habitantes son latinos. “Gracias a Dios, nosotros nos pudimos levantar, pero Alfredo, no. Todo fue muy rápido”, dice antes de colgar el teléfono.
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