Es bien sabido que Woody Allen (Nueva York, 1935) no se toma en serio a sí mismo. Tampoco la literatura humorística es tomada muy en serio en nuestro país, pese a tener grandes maestros. De los diecinueve relatos que componen Gravedad cero, once fueron creados para el libro y ocho aparecieron en The New Yorker. Allen aprendió el oficio como humorista de monólogos, escribiendo gags para la prensa y guiones televisivos. Su primer libro de relatos era una compilación de las piezas publicadas en el New Yorker entre 1966 y 1971. En España llevó el título de Cómo acabar de una vez por todas con la cultura (Tusquets).
Este es su quinto libro de relatos y, pasado el tiempo, Woody Allen aguanta el desgaste del género, con unas historias que, pese a llevar su archiconocida impronta, mantienen sus efectos cómicos y nos hacen reír, a veces, a carcajadas. Los escándalos y presunciones que ensombrecen su biografía no le han quitado las ganas de utilizar efectivos mecanismos de humor en sus películas y lanzarse a arriesgadas acrobacias humorísticas en sus piezas cortas.
En la voz narradora de cada relato siempre se adivina a Woody Allen, incluso si el personaje es una vaca asesina la que habla en “El mal de la vaca loca”, o un coche aerodinámico que se expresa como un intelectual, en “Cuando el adorno de tu capó es Nietzsche”. En “Apéndices de Manhattan”, Abe Moscowitz y Moe Silverman, tras morir, se han reencarnado en langostas. Los antiguos compañeros de póquer se reconocen en el tanque de crustáceos de un elegante restaurante del Upper East Side.
Los diálogos son desternillantes, mientras entra en escena un personaje de la vida real, Bernie Madoff, uno de los mayores estafadores bursátiles americanos. La langosta Silverman cuenta que fue el causante de su ruina, “me suicidé saltando del techo del club de golf de Palm Beach, del que era socio. Tuve que esperar media hora para saltar, era el duodécimo de la fila”. El desenlace con la venganza de las langostas está dotado de unos efectos cómicos infalibles.
Nueva York es el escenario de la mayoría de estas historias. El relato final, “Crecer en Manhattan”, es el más largo, casi una novela corta, y podría ser una de las películas de Woody Allen. El cineasta, aunque asegura que está al final de su carrera fílmica, ha declarado que no descarta convertirlo en filme. El joven Jerry Sachs, judío, futuro guionista y casado con Ruth, “una mujer totalmente desprovista de encanto”, siempre había soñado “con el día en que pudiera vivir en un elegante apartamento de Manhattan junto a una versión de Katharine Hepburn o Carole Lombard”.
Un clásico de Woody Allen, su alter ego perfecto, el chico con sueños imposibles que de pronto tiene un golpe de suerte y conoce a la chica adecuada, guapa y culta, con ático de lujo sobre Central Park. Para Sachs la belleza que acababa de sentarse junto a él en el parque “poseía lo que Cole Porter había definido acertadamente como eso que hace que los pájaros se olviden de cantar”. Contra todo pronóstico, Lulu, que tiene en su elegante casa familiar dibujos de Matisse, Picasso y Miró, se acaba enamorando de Sachs y salvándolo de un matrimonio desilusionante. La ascensión social del protagonista acaba con un final inesperado que resulta un hachazo para sus sueños de felicidad perfecta.
El relato “Embrollo en la dinastía” cuenta la historia del General chino Tso, cuyo valor en los ejércitos del Emperador no consiguió una estatua, sino que le pusieran su nombre a un plato: El pollo del General Tso. Las cartas cruzadas entre el General Tso y el honorable Ministro imperial Peng, a cuenta del dudoso honor de dar nombre a un pollo, son verdaderamente hilarantes.
En general, la sátira social de Allen, muy presente en sus historias, no es en absoluto cruel. Los pretenciosos culturales, los snobs, los que quieren hacer carrera en el cine a toda costa, los especuladores artísticos que explotan a un caballo capaz de crear cuadros abstractos como en “Rembrandt por una cabeza”, los guionistas con fantasías irrealizables, todos estos personajes del universo de Woody Allen reciben estocadas, pero están tratados con un filtro de autocrítica que los hace ridículos y divertidos, pero no del todo abominables.
Son pocos los humoristas capaces de repetirse sin cansar, y Allen sin grandes renovaciones en su estilo, lo consigue con creces. Historias amasadas con la materia más incandescente del Woody Allen más genial.
Fuente: El Español