Merlín el mago, mezcla de profeta y de salvaje criado en los bosques, al margen de toda sociedad, es fruto, al parecer, de la imaginación de Geoffrey de Monmouth, que alude a él en la Historia Regum Britanniae (ca. 1135); posiblemente, este autor se basó en leyendas locales y en algunos datos tomados del cronista Nennius: antes de Geoffrey, ningún autor se ocupa del extraño personaje o, al menos, ninguno le dedica especial atención; por lo tanto, hay que aceptar que el imaginativo historiador es padre de muchos de los rasgos que caracterizarán al mago artúrico.
Así, Geoffrey es el primero que habla del origen extraño de Merlín, hijo de un demonio y una mujer (célibe, según Geoffrey), nacido en la ciudad de Camarthen, topónimo que en galés es Caermyrddin, «Fortaleza de Myrddin».
No es la única ocasión en que Geoffrey de Monmouth se ocupa de este personaje; las posibilidades que ve en él le llevan a redactar una Vita Merlini (ca. 1150), en la que el protagonista se nos presenta —igual que en algunos textos galeses— como un profeta que vivía en el siglo VI al norte de Bretaña, al que se adscriben de forma ficticia no pocos poemas mánticos o adivinatorios escritos en gaélico, que posiblemente no son anteriores a la obra de Geoffrey, pero que se hacen eco de tradiciones del siglo X, o quizá más antiguas todavía, vinculadas con el tema del Homo sylvester y que se encuentran ampliamente difundidas por las Islas Británicas. Así lo hace pensar el hecho de que en la Historia Britonum de Nennius (escrita en el siglo IX) ya se recoja una leyenda en la que figura Merlín como protagonista: Guorthigirnus (Vortigern) fracasa en los sucesivos intentos de construir una torre; será el «niño sin padre» quien descubra que por debajo de la tierra hay un estanque con dos dragones, que al moverse hacen caer la construcción.
Estamos ya ante los orígenes de las hazañas adivinatorias de Merlín, pero también puede que nos encontremos con un intento de explicar el topónimo que da nombre al mago; el ejercicio es bien conocido entre los hombres medievales y tiene un modelo insuperable y de gran riqueza en las Etymologiae de san Isidoro. También es posible que este episodio —que se sitúa al comienzo de la Vita Merlini, como primera aparición pública del mago-adivino— haya dado pie a una serie de interpretaciones alegóricas, para lo cual bastaba con cargar de nuevo significado la torre y los dos dragones.
Otras leyendas antiguas, reflejadas en algunos textos como el Affallennau, del Libro Negro de Carmarthen, convierten a Myrddin en un pobre loco que habita los bosques de Caledonia...
Geoffrey de Monmouth enriquece los datos de la tradición folclórica o historiográfica recurriendo a elementos de origen clásico, como atestigua el episodio en que ayuda a Uterpandragón a tomar el aspecto del duque de Cornualles para entrar en la fortaleza de Tintagel y gozar de Igerne, engendrando de este modo al futuro rey Arturo. Evidentemente, nos encontramos con una situación paralela a la del origen de Heracles, cuando Zeus tomó el aspecto de Anfitrión para poder acostarse con Alcmena; y algo semejante se relata en el Libre dels feyts acerca del origen de Jaime I, aunque es posible que en este caso haya que pensar en un reflejo de la literatura artúrica.
Por lo demás, Geoffrey de Monmouth incorpora a la Historia Regum Britanniae una lista de profecías atribuidas a Merlín, que a partir de este momento se convierte en profeta y adivino plenamente aceptado por el cristianismo.
Las Prophetiae Merlini se difundieron al parecer en torno a 1130, cuando Geoffrey aún se encontraba atareado con la redacción de la Historia Regum Britanniae, a la que más tarde se incorporarían, como acabo de decir. La alegoría profética construida por Geoffrey establece un paralelismo más o menos claro entre ciertos animales, símbolos de determinadas virtudes o cualidades, y algunos personajes históricos: así, por ejemplo, Arturo es el jabalí de Cornualles; pero, en general, las profecías resultan ininteligibles, como era de prever.
Al gusano germánico lo exaltará el lobo de mar y lo acompañarán las selvas de África. La religión será destruida por segunda vez y cambiarán las sedes de los primados (...). Lloverá sangre y una espantosa hambre afligirá a la humanidad. Gemirá el dragón rojo ante estos sucesos, pero, después de tanto infortunio, recuperará su vigor...
Un santo rey equipará una flota, y será considerado el duodécimo en la corte de los bienaventurados. Una lastimosa desolación se enseñoreará del reino, y las eras de las cosechas se tornarán bosques impenetrables. Resurgirá de nuevo el dragón blanco, e invitará a la Hija de Germania. Nuestros campos se llenarán de semilla extranjera y el dragón rojo languidecerá en un extremo del estanque...
De esta forma, las palabras de Merlín también necesitaron de intérpretes, por lo menos hasta el siglo XVI, en que gozaban de fama, según el testimonio de Rabelais. Después caerían poco a poco en el olvido.
Llama la atención que en la Vita Merlini, extenso poema en hexámetros, compuesto hacia 1150, la personalidad del protagonista difiera notablemente de la que se nos presentó en la Historia Regum Britanniae: en esta obra, Geoffrey había adaptado el nombre de Myrddin, latinizándolo, a la figura del joven profeta que confunde a los magos de Vortigern. En la Vita, Merlín vive mucho tiempo después: cuando combatía en Cumbria en el año 575, el protagonista enloqueció y fue a vivir en los bosques, donde desarrolló su actividad profética.
Es posible, como han puesto de relieve numerosos estudiosos —desde Paul Zumthor hasta Carlos García Gual—, que entre los dos Merlines haya sustanciales diferencias de origen, que se reflejan en las incongruencias de los textos, algunas de ellas tan importantes como las que afectan a la cronología del protagonista. Habría que buscar la clave en el Itinerarium Cambriae del cronista galés Giraldus Cambrensis (ca. 1220), que alude a dos personajes con el mismo nombre: el primero, «llamado Ambrosius, que profetizó en el tiempo del rey Vortigern», y que habría de identificar, por tanto, con el adivino que aparece en la Historia de Geoffrey de Monmouth; el otro Merlín nació en Escocia y:
fue llamado Celedonius, por el bosque Celedonio en el cual profetizaba, y también lo llamaron Silvestre, porque una vez que estaba en pleno combate descubrió en el cielo un terrible monstruo y desde ese momento se volvió loco y, tomando asilo en un bosque, vivió vida silvestre hasta su muerte. Este Merlín vivió en los tiempos del rey Arturo, y se cuenta de él que profetizó más completa y claramente que el otro.
Así pues, el Merlín que va a llegar a través de la tradición artúrica será una fusión de los dos personajes citados por Giraldus Cambrensis, una mezcla de adivino y mago, conocedor del pasado, del presente y del futuro, de lo oculto y lo visible, pero capaz también de transportar las piedras de Stonehenge a cientos de millas de distancia mediante sus conocimientos de artes mágicas.
En cuanto al tema del Homo sylvester, se repite con insistencia desde que Orfeo, desesperado por la segunda pérdida de Eurídice, se retiró del mundo para vivir y cantar sus penas entre las fieras salvajes. Pero el bosque constituye también un lugar habitual de toda narración folclórica, sea de remotos orígenes clásicos o no. Vladimir Propp se ha ocupado de este aspecto de forma detallada y con la agudeza que le caracteriza; así, en Las raíces históricas del cuento podemos leer que el bosque es siempre «densísimo, oscuro, misterioso, un poco convencional, no del todo verosímil». Por este camino llegaríamos a los ritos de iniciación, constantemente asociados al bosque en los cuentos folclóricos, y por tanto estaríamos dirigiéndonos hacia determinadas concepciones del Más Allá: «El camino para el otro mundo pasa por el bosque».
En las novelas artúricas, los héroes nacen y se crían en el bosque (Perceval, Galván, etc.) y a él regresan cuando fracasan en las aventuras, en busca de refugio, o cuando enloquecen. Para el hombre medieval, es el lugar de las potencias más terribles: no hay normas, y en él se puede producir todo tipo de prodigios y, a veces, dará la recompensa por tantos esfuerzos. Pero el bosque es, ante todo, soledad e infinitud. Nadie iría a vivir allí, a no ser que estuviera loco, del mismo modo que solo los locos o los elegidos se atreven a ir al mundo de los muertos: Lanzarote, Tristán, Yvaín, Amadís, Don Quijote y otros muchos caballeros, profundamente enamorados y víctimas del amor, encuentran en su sentimiento la fuerza suficiente para poder vivir en el bosque, ajenos a las normas sociales...
Fuente: El País