Robert Oppenheimer, padre de la bomba atómica, quedó sobrecogido al ver el estallido de su creación. Poco después de la prueba, en un esfuerzo por poner sus declaraciones al nivel del momento histórico, aseguró que el fogonazo nuclear le trajo a la memoria una frase del Dios Visnú en el Bhágavad-guitá, el libro sagrado del hinduismo: “Ahora, me he convertido en la muerte, destructora de mundos”. Pese a las dimensiones del logro, algunos años después, otros científicos identificaron en la Península de Yucatán, en México, los restos de un cataclismo más digno de una divinidad. Hace 65 millones de años, una roca de más de 10 kilómetros de diámetro, del tamaño de Deimos, la luna de Marte, chocó contra la Tierra y la convirtió en un infierno. La energía atesorada en la velocidad extrema con que aterrizó el asteroide, a 20 kilómetros por segundo, 20 veces más rápido que una bala, se liberó en forma de 100 teratones de TNT, mil millones de veces más que las bombas de Hiroshima y Nagasaki. Aquel impacto acabó con la era de los dinosaurios.
Esta semana, se ha anunciado el descubrimiento de otro suceso que puede hacer palidecer aquel choque descomunal. Un equipo liderado por Andrew Glikson, de la Universidad Nacional Australiana, cuenta en la revista Tectonophysics que han encontrado los restos de un cráter de 400 kilómetros de diámetro en la cuenca de Warburton, en el centro de Australia. Aquel socavón inmenso habría sido provocado por un pedrusco que se partió en dos poco antes de llegar al suelo. Cada uno de aquellos fragmentos tenía un tamaño similar al que golpeó México.
Después de millones de años, la erosión y los procesos geológicos de una Tierra viva borraron el cráter, pero los investigadores han logrado identificar las cicatrices de aquella antigua herida. Perforando hasta dos kilómetros de profundidad como parte de una investigación sobre geotérmica, observaron restos de roca que se había convertido en cristal, un fenómeno que podría tener su explicación en la inmensa temperatura y presión que produce un asteroide justo antes del impacto, y una anomalía magnética en profundidad. Además, según ha explicado Glikson, han encontrado enterradas dos “grandes bóvedas en la corteza, formadas como fruto del rebote de esa corteza después de dos grandes impactos”.
Aquella hecatombe, en la que se desencadenó la energía de cientos de millones de bombas atómicas, pudo tener consecuencias importantes para la evolución de la vida en la Tierra, como el suceso de Yucatán, pero aún queda mucho por estudiar. Glikson reconoce que, pese a haberlo buscado, no han encontrado ninguna extinción que coincida con las colisiones. Sobre este punto, Jesús Martínez-Frías, investigador del Instituto de Geociencias, IGEO (CSIC-UCM), considera que “antes de hablar de una extinción es necesario que se determine con exactitud la edad del impacto”. Glikson afirma que podría haber sucedido hace más de 300 millones de años y que las rocas que rodean el lugar que habría ocupado el cráter llegan hasta los 600 millones de años de edad.
A falta de conocer el momento del choque, el análisis de otros casos anteriores sugiere que los asteroides no suelen ser los únicos culpables de grandes extinciones. “Muchas veces el impacto desencadena algo que luego tiene unos efectos a escala planetaria o acaban algo que ya había comenzado”, señala Martínez-Frías. En el caso de los dinosaurios, por ejemplo, durante el millón de años previo al cataclismo, se produjeron prolongadas olas de frío con consecuencias desastrosas para los animales adaptados a un mundo tan caliente como el del Cretácico. El asteroide fue el último empujón para muchas especies que ya estaban al borde del precipicio.
El estudio de estos impactos, como en el caso del descubierto por Glikson y su equipo, resulta complicado, pero es relevante para conocer el papel que desempeñaron en la evolución de la vida sobre el planeta. La desaparición de los dinosaurios pudo facilitar el desarrollo de los mamíferos que, finalmente, acabaron por permitir la existencia humana. Otros científicos han asociado otros cráteres con momentos clave de la evolución. En 2010, un equipo de la universidad australiana de Adelaida relacionó otro cráter de su país, el de Acraman, con un periodo de glaciación que prácticamente cubrió de hielo toda la Tierra. La sacudida que provocó aquella roca fue, según los investigadores, uno de lo factores que permitió la aparición de la fauna Ediacara, unas extrañas formas de vida que son los organismos pluricelulares más antiguos que se conocen.
Ampliando el foco, conocer la fecha de impactos como el anunciado esta semana puede servir para relacionarlos con otros eventos a mayor escala. Investigadores de la Universidad de Lund (Suecia) han encontrado una relación entre un periodo en el que la vida en los océanos floreció, hace unos 470 millones de años, con una etapa en la que una gran cantidad de rocas se desgajó del cinturón de asteroides que orbitan entre Marte y Júpiter. Al golpear la Tierra a gran velocidad, estos objetos gigantescos provocaron tsunamis, terremotos y nubes de polvo que ayudaron a cambiar el clima planetario.
El equipo de Glikson seguirá analizando la escena de aquel crimen en busca de indicios que permitan reconstruirlo. Hacerlo servirá para conocer mejor el papel de los mayores episodios de destrucción vistos sobre la Tierra en la formación de la vida que conocemos.
Fuente: http://elpais.com/elpais/2015/03/27/ciencia/1427475293_796189.HTML