Visto lo visto, no es ocioso ni inoportuno preguntarse qué le conviene más a la presidenta municipal electa de Puebla, Claudia Rivera, una vez que entre de lleno al ejercicio de su gobierno: ¿lidiar con una gobernadora como Martha Erika Alonso o con un gobernador como Luis Miguel Barbosa? ¿Qué le resultará más cómodo? ¿De quién recibiría más comprensión y apoyo? ¿Cuál de los dos sería más transitable para el cumplimiento de sus planes y ofertas de campaña?
Para nadie es un secreto que Claudia Rivera ha sido insultada repetida e injustamente, acusada de “traición”, exhibida ante la dirigencia nacional de su partido como alguien desleal e incluso humillada en público, como sucedió el pasado domingo cuando, durante el mitin con motivo de la famélica marcha contra el “fraude” electoral, de Yeidckol Polevnsky y del candidato derrotado, Luis Miguel Barbosa, no recibió sino desplantes, miradas inquisidoras y hasta agresiones físicas y verbales.
Metida ya en una dinámica muy diferente a la de las huestes de Barbosa, enfocada en tratar de entender la compleja situación que le tocará encarar al frente de la cuarta ciudad más grande del país, el domingo Claudia Rivera tuvo que asistir a la citada manifestación y ofrecer un discurso rudo y ruidoso contra el dichoso “fraude”, como si se tratase de una prueba de amor o su trayectoria política en Morena no valiera un comino.
Dado el trato que le dio la prepotente lideresa nacional de Morena –quien la empujó y le susurró quién sabe qué maldición al oído mientras se dirigía a los asistentes-, su alocución no fue suficiente para despejar las dudas que sobre ella ha generado un Barbosa vengativo y marrullero, que la ha marcado con su dedo flamígero por el simple, pero muy lógico, hecho de guardar distancia de la narrativa del “fraude” y haber aceptado entablar diálogo con el gobernador Tony Gali y el alcalde Luis Banck, dentro de un lógico y natural proceso de transición municipal en el que su mayor preocupación es y será la seguridad de los capitalinos.
Ya desde la campaña las diferencias entre Barbosa y Claudia Rivera fueron del dominio público; el candidato a la gubernatura quiso mandar en la candidata a la alcaldía, y ésta, mujer de carácter, no sólo no se dejó, sino que varias veces pintó su raya y lo mandó –como se dice- “por un tubo”, lo que en un hombre como Barbosa que estás con él o contra él, y que se siente dueño de la verdad absoluta, es pecado capital.
El perverso ex perredista contraatacó por dos vías: filtró a sus plumas que Claudia ya había pactado con el morenovallismo y que incluso recibía financiamiento por debajo de la mesa –lo que fue del todo falso- y fomentó el alejamiento –que terminó en divorcio- de Claudia con su principal soporte político en Morena: el dirigente estatal, Gabriel Biestro, convertido a la postre en patiño del ex candidato a Casa Puebla, tanto que ahora se apresta para servir de trampolín para que Barbosa termine de apoderarse de la franquicia de Morena en el estado imponiendo a un incondicional suyo al frente del mando estatal, repitiendo el modelo caciquil que le permitió ser dueño del PRD poblano por más de 20 años.
No es que Claudia Rivera no crea, como muchos en Morena, que a Barbosa le hicieron un gigantesco –pero a la fecha sin probar- “fraude” electoral, sino que ya no es su papel seguir metida en esa dinámica y en ese desgaste, pues ella ya es autoridad electa y lo suyo ya no es el mitin, la marcha, la matraca, la consigna guevarista, el chaleco opositor, algo que siguen sin entender el resto de los morenistas que también resultaron electos el pasado 1 de julio, sean alcaldes, diputados locales o federales, y senadores.
No la pasó bien Claudia Rivera el domingo durante la marcha barbosista, carente –como todos vimos- de peso político nacional. No es extraño, por eso, que en su cuenta de Twitter (@RiveraVivanco_), no haya subido una sola fotografía o una sola imagen de su participación en la misma.
Estuvo pero no estuvo. Acudió para calmar la sed de sangre de chairos y porros que, alentados por Barbosa y también por Biestro –quien, como se recordará, llegó al extremo de intentar prohibirle acudir a la reunión que ya tenía programada con Tony Gali en Casa Puebla-, no dejan de insultarla, hacerle “bullying político” y llamarla “traidora” en redes sociales por no envolverse en una bandera y arrojarse del balcón de Palacio Municipal en defensa del “fraude”, cual niña héroe.
En lo que parece un nuevo grave error de estrategia, a Claudia Rivera la han arrinconado los radicales por sistema, los fanáticos de escaparate, los gritones de coyuntura, tanto que no es raro que por su cabeza pase la idea de que, como alcaldesa de Puebla, le iría mejor con Martha Erika Alonso que con Luis Miguel Barbosa, quien no sólo la desplazó de la coordinación de los presidentes municipales de Morena, sino que en privado ha llegado a dirigirse a ella en términos muy ofensivos, invadiendo incluso su vida personal.
Entre ella y él, él y ella, no cabe la reconciliación, y los tres años de la administración de Claudia bajo un gobierno encabezado por Barbosa –tan soez, tan autoritario, tan intolerante como aquellos a quienes critica y ubica como sus enemigos políticos-, serán un verdadero infierno. Un suplicio que recordarán otras épocas, otros tiempos y otras disputas (Manuel Bartlett contra Gabriel Hinojosa, Mario Marín contra Enrique Doger, Rafael Moreno Valle contra Eduardo Rivera, por mencionar a tres de las más célebres) que no dejaron nada bueno a la ciudad de Puebla.
En términos prácticos, ¿qué le conviene más a Claudia Rivera?
¿Cohabitar con una gobernadora de un partido diferente al suyo, como Martha Erika Alonso?
¿O vivir bajo el yugo, y la permanente venganza, de un gobernador de su mismo partido, pero revanchista y lleno de fobias y rencores, como Luis Miguel Barbosa?