¿Qué nos mueve cuando se mueve la Tierra?
Hemos perdido la cuenta de cuantos sismos hemos vivido. Sólo han pasado a la historia aquellos que nos sacudieron, que hicieron que los mexicanos se movieran ante la catástrofe. Aquellos que cambiaron el rostro de las calles porque dejaron estela de edificios, casonas o viviendas destruidas. Hasta el martes yo era de las que no se movía. Me quedaba quietecita esperando que pasara y, una vez que el movimiento se calmaba, salía de prisa a la calle.
Y la mayoría me cuenta que también eso hacía. Mirabas el techo o el reloj y si nada se caía, confiabas en que pronto ese temblor también pasaría. Pero ahora no fue así. A los primeros segundos las ventanas tronaron, los plafones se cayeron, las paredes comenzaron a desprender el tirol de la pintura, los objetos caminaron, las cosas caían al suelo sin control. Esta vez, todos caminamos como pudimos para ponernos a salvo. Nos movimos.
Llevo 60 horas intentando escribir sobre todo lo que mueve en nuestra mente un movimiento telúrico de esta magnitud. Y cada hora aparecen nuevas inquietudes. Observar el fervor desmedido con el que en Whatsapp, Facebook, Twitter, Instagram muchos se han organizado para recaudar y llevar apoyo a las zonas afectadas, preparar sándwiches, tortas, ofrecer sus manos, servicios, coches y casas, es la muestra de que, al final de todo, sí somos seres humanos.
Seres humanos vulnerables y sensibles, cargados de emociones. El luto nacional paralizó la vida. Qué más da el programa escolar, las actividades de rutina, las citas o planes hechos para esta semana. Se canceló la vida. Desayunamos, comemos, cenamos y soñamos terremoto. A eso nos condenaron hasta el lunes 25 de septiembre. Por decreto oficial. Y pobre de aquel que no se suba al tren porque será tachado de todo menos de patriota o terrícola con emociones.
Euforia colectiva que tiene que ver con lo que en Comunicación llamamos Agenda Setting. El timming, en el mundo de los periodistas. La Psicología de las Masas analizada por Freud. La Muchedumbre descrita por Gustave Le Bon. No voy a entrar en teoría, sólo hago la referencia para sostener que esta ola de solidaridad para con los damnificados tiene sus razones sociológicas.
En esta fe desbordada por el altruismo tristemente no se veía el bosque, sólo el árbol. Desde los que siguen echando la culpa de nuestras desgracias al presidente y la clase política, hasta los que se pusieron guapos para hacer Facebook Live y narrar cómo estaban llevando ayuda al zócalo. Sí, avanzamos en materia de sociedad informada. Pero rayamos en el exceso. Nos han atascado de la misma información, los mismos gráficos y videos hasta vomitar.
Lo crudo, lo real, lo jodido no está en las ciudades, en los escombros de casonas abandonadas ni en los centros de acopio. Está en las comunidades que quedan a 4, 5 o 6 horas de distancia de las capitales. Está en los cientos de familias humildes que viven al día y cuyas viviendas de adobe o con techos de lámina simplemente desaparecieron. Lo perdimos todo, me escribió una chica desde Jolalpan. ¿Y qué hacer? ¿Le llevó una bolsa de arroz y aceite? ¿Quién va a poner los ladrillos para poner en pie su casa? ¿Cuándo le va a llegar esa ayuda que sí urge?
Lo que urge es que a quien le toca hacer esa chamba, burócratas del gobierno, agilicen la entrega del dinero para que se compren esos materiales de construcción y les rehabiliten su hogar. Ese es el trabajo que hay que demandar a los secretarios de Desarrollo Urbano, de Hacienda, a diputados y políticos. No verlos nada más que caminen y saluden, no hay tiempo para el “anótese en la lista de damnificados”, volvemos en un mes. ¡Que se apuren a firmar los cheques, a comprar el cemento, a llevar a los ingenieros y albañiles! Eso sería moverse.
Terremoto en Popayán – Fernando Botero (1999)