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La política de seguridad

La política de seguridad

La política de seguridad

La presentación tardía —si bien escuetamente anunciada en el discurso de toma posesión— y la ausencia de un diagnóstico profundo explícito que la sustente hacen ver que la política de seguridad presentada el martes pasado por la presidenta Claudia Sheinbaum y el secretario de Seguridad, Omar García Harfuch, está diseñada para contener una criminalidad que estaría rebasando los límites de la normalidad y no para enfrentar el crecimiento desmedido del crimen organizado y su proyecto de establecer un narcoestado.

A pesar de que el relevo presidencial ocurrió en un momento en el que el desarrollo del poder de los cárteles alcanzó un punto crítico —la traición del clan Guzmán al Mayo y la consecuente guerra intestina que se ha estado extendiendo a lo largo del territorio nacional—, la presidenta Claudia Sheinbaum da continuidad a la política lopezobradorista, si bien con dos innovaciones nada despreciables, pero sí insuficientes.

Expuesta como un tema más de la conferencia matutina del martes pasado de la presidenta Sheinbaum y teniendo a la atención “a las causas” como eje primordial y a la “guerra de Calderón” como fantasma invocable como premisa de partida, la estrategia está creada a partir del supuesto de que la violencia es resultado de la desatención a un buen porcentaje de la población derivada de las políticas neoliberales, propias del pasado. Asi, manteniendo la retórica distractora en la que López Obrador encasilló y enmarcó tanto el discurso político como la conversación pública, la presidenta Sheinbaum evita hacer un diagnóstico de la situación que guarda la seguridad pública en México.

No se parte de hechos tales como que los cinco años diez meses de gobierno de López Obrador es el período más violento de la historia, con un registro de casi las doscientas mil muertes. Desde 2019 y hasta el año que está por concluir el número de homicidios por dolo no fue menor de treinta mil, superando por mucho las cifras de los sexenios anteriores. La falta de diagnóstico no es casual; permite ignorar, asimismo, el crecimiento del poder del crimen organizado. En 2018, veinte por ciento de los municipios del país estaban bajo el control de las bandas criminales; ahora, ese porcentaje ha crecido hasta cerca del 35 ciento, un incremento del 75 por ciento. Tampoco hay referencias al hecho de que según cálculos de agencias especializadas, cerca de 175 mil personas están enroladas en las bandas criminales, lo que convierte al crimen organizado en la quinta fuente de empleo del país. De ellos, poco más de treinta mil son menores de edad y el número de mujeres, aunque no precisado, se ha incrementado en los últimos años.

Por otra parte, un reporte de la organización Signos Vitales, dado a conocer a principios de este año, destaca que México se ha convertido en el país líder en mercados criminales, gracias al crecimiento de la circulación de dinero de dudosa procedencia, alcanzando un valor del catorce por ciento del PIB (4.5 billones de pesos corrientes). En la lista encabezada por México están incluidos también Myanmar, Irán, Nigeria y Colombia, según lo reporta la Global Initiative Against Transnational Organized Crime (GIATOC).

Por otro lado, al evitar ver el fenómeno de manera sistémica, se pierde la oportunidad de plantear una estrategia binacional en la que se integren los esfuerzos y los recursos de los Estados Unidos, quienes estarían dispuestos e interesados en tener participación, para reducir significativamente el poder de las bandas criminales. Quienes diseñaron la estrategia parecen no estar al tanto de que tanto Harris como Trump han declarado que de llegar a la presidencia, el combate a los cárteles mexicanos será un asunto prioritario en su agenda de gobierno. Desoír esas advertencias podría conducir al país a una escalada mayor de violencia y a dañar más aún nuestra relación con la principal economía del mundo y nuestro principal socio comercial.

Así, la incorporación de esfuerzos de inteligencia e investigación anunciados, así como de la coordinación de las fuerzas del orden de los tres niveles de gobierno terminan por perder el valor que se les pretende asignar en una estrategia diseñada desde una perspectiva que soslaya el problema fundamental y sólo lo atiende de manera tangencial. Sin duda, estas medidas proveerán de una más sólida organización a la estrategia, de la que careció mientras estuvo gobernada por slogans (“abrazos, no balazos”) y no por directrices profesionales. Pero esto resulta insuficiente porque lo que ocurre en México no es un simple desbordamiento de los límites normales de criminalidad de una sociedad como la nuestra, como resultado de la marginación de importantes grupos de población, especialmente jóvenes (¿no se ha reducido la pobreza, según datos oficiales? Entonces ¿por qué la delincuencia no disminuye?). No podemos cerrar los ojos ante lo que está ocurriendo en México. El crimen organizado se instauró en México a fines de los años setenta y su poderío se ha venido incrementando ante la complacencia, la complicidad y los intentos erráticos de las diferentes administraciones desde ese entonces.

Digámoslo así; actuemos en consecuencia.

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