La intercepción, por parte de unos hombres encapuchados, del vehículo en el que Claudia Sheinbaum se trasladaba a un mitin de proselitismo en Motozintla, Chiapas, ha dado lugar a cualquier cantidad de versiones. La oficial y más difundida, a pesar de ser la menos creíble, sostiene que fue un montaje de Loret y LatinUS.
Otras concuerdan con la hipótesis del montaje, pero aseguran que fue planeado por el oficialismo; según algunos, el equipo de Claudia ideó el episodio y, de acuerdo con otros, el presidente se valió de la puesta en escena para enviar mensajes claros a su pupila. Otras versiones, apoyadas en declaraciones de pobladores de la comunidad, afirman que los encapuchados son miembros del Cártel de Sinaloa. El debate por tratar de identificar indicios que nos permitan validar alguna de las versiones ha terminado por hacernos perder de vista, por un lado, la naturalidad con la que hemos integrado la actividad criminal a nuestra vida social y, por otro, la gravedad del alcance de la creciente participación de los grupos criminales.
La conversación pública queda dominada por las fobias hacia Loret, hacia López Obrador o hacia Claudia. El hecho mismo, la intercepción, la incursión de grupos no identificados con capacidad de interceptar a una candidata a la presidencia, la grabación misma y la viralización del intercambio verbal reciben menos atención. La polarización nos sume, de nuevo, en un concurso de descalificaciones.
¿Dice poco el hecho de que este encuentro haya tenido lugar luego de que los sujetos encapuchados hayan negociado con el equipo de seguridad de Claudia? ¿Imagina usted a Joe Biden enfrentando una situación similar durante sus trayectos como candidato a la reelección? ¿Hasta dónde hemos llegado? ¿Cómo es posible que esto haya ocurrido en estos momentos, independientemente de cuál sea la versión que más se apegue a la verdad? Estamos tan acostumbrados a la presencia cotidiana de los grupos criminales en la vida social, que un suceso como éste no nos sorprende; por el contrario, nos incita a profundizar nuestra polarización, a repudiar a quien piense diferente. El presidente, además, nos tiene acostumbrados a la frivolidad, a la negación, a la interpretación tergiversada y convenenciera de los hechos públicos. Así, sus reacciones no nos suscitan ya enojo; nos reímos, burlamos o las rechazamos, pero le restamos importancia al fondo de sus declaraciones. No hay nada más grave que aceptemos como natural la ilegalidad y la reconfiguración de la realidad a través del discurso manipulado.
La operación del crimen organizado sólo es negada en las conferencias matutinas del presidente. Según datos de la Guardia Nacional, hasta junio del año pasado se tenía registro de 119 retenes clandestinos, que fueron detectados entre 2019 y 2023. Las características de los retenes identificados en Sinaloa han conducido a crear una categorización de ellos: se habla de retenes permanentes, improvisados y en movimiento.
Evidencias múltiples, producidas recientemente por organizaciones sociales como Animal Político, Data Cívica, México Evalúa, Reporte Índigo, Integralia y Laboratorio Electoral demuestran que este período electoral es el más violento en toda la historia política contemporánea. Desde el 7 de septiembre del año pasado hasta este 21 de abril se suscitaron 386 hechos violentos que arrojaron 501 víctimas, 25 de las cuales eran aspirantes a un cargo de elección, mayoritariamente alcaldías. Según proyecciones, el número de víctimas podría terminar siendo de 600, el doble del registrado en el proceso electoral del 20-21, que fue de 299. 22 de los 25 candidatos ultimados, eran aspirantes a presidencias municipales; la mayoría de ellos, diez, eran de Morena.
El reporte Votar entre Balas, elaborada por Animal Político, Data Cívica y México Evalúa, muestra que entre enero de 2018 y abril de 2021, el número de eventos mensuales de violencia político-criminal fue menor a 18, a excepción de mayo del 2018, cuando ocurrieron 31 eventos y de junio de ese mismo año, cuando se registraron 47 casos. En esos 39 meses ocurrieron 375 actos violentos de carácter político. Esto es, poco menos de diez por mes. Abril de 2021, con cincuenta eventos, rompió esa dinámica y propició otra. Desde ese momento y hasta diciembre de 2023, sólo en siete meses los actos criminales han sido escasos. Entre abril de 2022 hasta diciembre de 2023, el número de actos de violencia política se elevó hasta 1,025. Es decir, la violencia casi se triplicó. En estos 33 meses el promedio de acciones agresivas de índole política se elevó a 31, es decir, a un acto por día.
Hasta el momento, asesinatos o secuestros de contendientes, familiares o colaboradores han sido los métodos empleados por el crimen organizado para incidir en este proceso electoral. Es posible que en días previos a o en el mismo día de la elección las bandas criminales amedrenten a comunidades enteras y exijan votar por quienes ellas indiquen, o que secuestren o intimiden a las células de personas pertenecientes a las estructuras de los candidatos no deseados. Ambas medidas fueron registradas por Héctor de Mauleón en la elección del 2021 y dadas a conocer en un ensayo publicado en Nexos, en septiembre de 2022.
Así, resulta irrelevante discutir sobre la posibilidad de que la intercepción de la candidata oficial haya sido o no montaje. Lo que no podemos obviar es que estamos inmersos, ya, en lo que Armando Vargas, consultor de Integralia, ha calificado como “democracia capturada”. El incremento de la violencia política pone en riesgo el proceso de democratización que durante poco más de tres décadas había atravesado la vida política del país. Las elecciones de una democracia cautiva se caracterizan por ser narco-elecciones; dos procesos surgen de ellas: la menor participación ciudadana, por miedo, lo que posibilita el triunfo de los candidatos autorizados y, lo más grave, el avance del control del crimen organizado de la dinámica social. Dicho en breve, la democracia capturada conduce a la construcción de un narcoestado.