Tatiana Huezo quería hacer una película que hablara de ese momento de nuestra existencia tan fugaz que es la infancia. Sabía que quería trabajar con niños y su primer punto de partida era encontrar estos ojos que tengan ese sentido de descubrimiento, fuerza y pulso vital que buscaba para su cometido. Pensó en niños en escuelas, pero del área rural, porque “la vida en el mundo campesino está llena de dificultades y de alguna forma los niños se hacen mayores antes de tiempo”, explica la realizadora.
Estuvo cuatro años en búsqueda de este escenario soñado con la ayuda del Consejo Nacional de Fomento Educativo. Cuando le mencionaron sobre un pueblo llamado El Eco, todo comenzó a hacer sentido en su cabeza. Esa ansiedad y desesperación que sentía por no conectar con al menos dos decenas de pueblos que ya había visitado, se disiparon cuando al llegar a esta comunidad todo alrededor comenzó a hablarle mientras recorría un paisaje con tonos dorados, según recuerda.
Al llegar conoció a Luzma, una niña que cuidaba ovejas y que hacía de tutora de dos niños menores con la supervisión de sus maestros. Tras finalizar la lección la llevaron a comer junto a los otros maestros que permanecen en la comunidad durante el año lectivo. Huezo preguntó si en la comunidad había algún lugar en donde se escuchara la resonancia o repetición de la voz. Nadie supo responder por qué El Eco se llamaba así. Solo una señora mayor que hacía tortillas y una niña pequeña le respondieron entre susurros, como si estuviera prohibido compartir el secreto: “A veces las piedras nos hablan… el viento se lleva a pasear las voces de la gente por los cerros, por eso hay que cuidar lo que uno dice…”.
Cuando Huezo recuerda lo que la anciana y la niña le dijeron, no recuerda si fue un sentido de advertencia o si fue parte de la poesía de esa historia que, inmediatamente, le hizo sentir que era el lugar donde quería quedarse a explorar para la realización de su documental.
Así nace El Eco —disponible en la cartelera nacional desde este 29 de agosto—, un documental que se presenta con el nombre homónimo de esta comunidad en Puebla, un remoto sitio fuera del tiempo donde los niños cuidan de las ovejas y de sus abuelos.
Mientras el invierno y la sequía azotan el lugar, ellos aprenden con cada acto, palabra y silencio de sus padres a entender la muerte, el trabajo y el amor. Huezo, de nacionalidad salvadoreña-mexicana, presenta una historia sobre el eco de las cosas que se adhieren al alma, sobre la certeza del cobijo que podemos encontrar junto a los que nos rodean, sobre la rebeldía y el vértigo frente a la vida. Sobre crecer, según cuenta la sinopsis.
En una secuencia al inicio de la película, una niña que prepara una lección para su clase, frente a su peluche y su muñeca, habla sobre la extinción de los mamuts. Este fragmento de la película funciona también como una metáfora al tipo de vida que llevan en El Eco. Cómo este lugar parece congelado en el tiempo y apartado en una burbuja, pero que, inevitablemente, comienza a ver afectada su convivencia por situaciones externas como la violencia, la migración y el extractivismo que afecta a muchas otras comunidades rurales en el resto del país
“Lo de Sarai [la niña] es una casualidad. Nunca lo había visto así. Sin embargo, siento que toda la película tiene esta sensación de que es una forma de vida muy frágil que está en peligro, que está siendo acechada por muchos frentes. El ahogo económico es una de las dificultades más grandes que viven estas familias para salir adelante y por supuesto está la violencia que, de alguna forma, sobrevuela a través de los depredadores de sus recursos naturales. Es una película donde yo quise ser muy sutil, pero el cambio climático está ahí. Me impresionó mucho cómo el clima se ha vuelto cada vez más extremo y a los campesinos les está afectando de una manera importante, porque ellos están vinculados a la tierra y a los animales”, explica Huezo a través de una videollamada.
La realizadora y su director de fotografía, Ernesto Pardo, buscaron cómo potenciar estos aspectos a nivel cinematográfico, por lo que acordaron que no iban a tener ninguna imagen que no fuera dentro del pueblo. La filmación comenzó de esa manera.
“Siempre permeó y muchas cosas me hablaban sobre esta fragilidad. Hablábamos sobre la forma cómo potenciar esta sensación en la película. Una de las sensaciones muy subjetivas para abordarla fue pensar y contar el pueblo como si fuera el último de la tierra; como si fueran los últimos habitantes de este planeta o los primeros, por esta sensación de que es un lugar que está tan aislado, que está como congelado en el tiempo y que está expuesto a esta enorme vulnerabilidad. Entonces, con esa intuición y con esa sensación, ilmamos las situaciones, el paisaje, los animales, el vínculo con la tierra”, complementa la directora.
El Eco, un trabajo que tomó cuatro años y que por su recorrido en festivales se hizo con galardones en Morelia y en la Berlinale a mejor documental, fue un ejercicio de persistencia. Huezo convivió en ese pueblo casi con todos sus protagonistas, comió con ellos, se fue a la milpa, a pastorear ovejas con los niños e incluso vivió un ciclo escolar completo que le permitió experimentar el cambio radical en el paisaje a lo largo de un año. La también directora de Tempestad logra una cercanía e intimidad única durante los 105 minutos de duración del filme.
“Siento que es una película en donde casi que puedes tocar al otro. Yo no creo en el cine de la mosca en la pared, en esa observación donde tú solo miras y no intervienes. Ellos se volvieron parte del aparato del rodaje. Yo iba con mi hija pequeña, que también fue a la escuela con los niños cuando yo estaba en la comunidad. Toda esos momentos e intimidad generó un vínculo muy importante que me hizo poder entrar hasta la cocina, como decimos los mexicanos”, agrega.
Durante el tiempo que tomó realizar El Eco, Huezo tuvo que dejar por un tiempo el proyecto, ya que se le presentó la oportunidad de realizar la película de ficción Noche de fuego, ganadora del premio Un Certain Regard en Cannes, así como otros tres reconocimientos en el Festival de Cine de San Sebastián. La película sigue a Ana y a sus mejores amigas, Paula y María, en un pequeño pueblo rodeado por rojos cultivos de amapola y controlado más por el narco que por las autoridades. Este salto entre historias, entre controlar y tener clara la narrativa y por otro lado buscar la naturalidad y lo espontáneo, le permitió a la cineasta a experimentar entre ambos lenguajes.
“La materia prima que hay en la realidad es algo que siempre me ha alimentado mucho y también me ha dado un instinto muy fuerte para poder trabajar y reconocer momentos vitales de las personas. Noche de fuego es una película que me enriqueció muchísimo a todos los niveles y cuando llegó el momento de rodar El Eco fue una oportunidad para nuevos retos narrativos. Quería alejarme de la voz en off, de las entrevistas. Quería hacer un documental que tenga nuevos retos para mí. El dispositivo de alguna forma fue provocar conversaciones entre los personajes, que interactuarán entre sí y que la puesta en cámara estuviera muy encaminada al lenguaje de la ficción”, afirma.
Para Huezo filmar El Eco fue también una forma para que su alma “pueda tener una pausa”. Viniendo de realizar películas “muy oscuras y muy dolorosas”, este documental le permitió habitar y ser parte de un lugar “muy amoroso”. “El Eco, a pesar de ser una película que habla de este retrato de una forma de vida sombrosa y que también está llena de dificultades, pienso que es una cinta que también retrata la intimidad de gente con una fuerza extraordinaria; que trabaja desde muchos frentes para que la vida florezca. Es una película que tiene mucha luz. Tiene fuerza, luminosidad y que eso también nos pertenece”, finaliza la directora.
Fuente: El País