Lo que sigue
Jorge Calles Santillana
A López Obrador no se le puede acusar es de ser alguien que oculte sus intenciones. Siempre expresa, de manera por demás abierta, lo que persigue y lo que hará para conseguirlo. Alguna vez dijo: “al diablo sus instituciones”; lo cumplió. Temprano en su sexenio anunció que sería Claudia lo sucedería. Hasta ahora, ha cumplido con la parte formal de mover al aparato del estado todo para que sea la candidata por Morena.
La otra parte, la que falta para que la promesa esté cabalmente cumplida, la elección, aún no tiene lugar. No hace mucho dijo, también, que no cometería el error de Cárdenas, que no dejaría en la presidencia a un moderado que pudiera cambiarle el rumbo a su “proyecto de transformación”. Tomemos, pues, nota: el lunes, desde su atril, convertido en oráculo, López Obrador prometió-amenazó que la oposición no llegará al poder, “ni disfrazándose”. Imposible no tomar en serio esa declaración.
Mirémonos en el espejo de Marcelo. Por años, Ebrard marchó al lado de López Obrador, cumpliendo obedientemente cada favor que le pidió, atendiendo cada orden que le dio. Marcelo fue eficientemente entrenado para desempeñar ese papel por su ex mentor y jefe, Manuel Camacho. Por eso, a Marcelo no le importó alcanzar niveles de ridiculez extrema. Recordémoslo, con el pecho henchido, en el aeropuerto frente a unas cuantas vacunas de Covid (que recibimos gratuitamente) “misión cumplida, señor presidente”.
Como buen político mexicano, Ebrard no sólo aprendió a saltar como chapulín, sino que perfeccionó aquel arte que Ruiz Cortines reservó para los aspirantes a vivir y manejar el presupuesto estatal: tragar sapos. En el 12 depuso su interés en la candidatura presidencial—a pesar de que una encuesta del PRD lo favorecía, al decir de algunos que lo citan a él como fuente—para permitirle al hoy presidente competir por segunda ocasión, bajo la promesa de que, de triunfar, él, Marcelo, sería su sucesor. Si esa promesa existió, fue hecha en privado, no a la usanza lopezobradorista: a voz en cuello y con el dedo índice en alto. Marcelo le creyó; apostó su futuro en él. El miércoles, la vida le cobró factura a Marcelo. La filosofía de la cabeza gacha, el “sí-señor-lo-que-usted-diga” en la boca y confiar en que la vida sigue un ritmo resultó en fracaso para Marcelo.
Es común escuchar en escenarios múltiples: “ya falta menos”. Estamos siendo víctimas, creo, de un optimismo descontextualizado, en buena medida por la sacudida que Xóchitl consiguió darle al ambiente político. Pero habrá que irnos con calma. Apliquemos la psicología del poder. El presidente se asume personaje histórico viviente; está convencido—y cada día más—que nada mejor le ha ocurrido a México que haberlo tenido como presidente. No tiene dudas de que en la historia (la que él conoce y que se parece a la que se ha narrado en libros de textos de primaria y biografías de papelería) está definido el destino—único—de México.
Sabe (no cree) que ese destino debe ser alcanzado a toda costa y que las fuerzas (conservadoras, por supuesto) que a él se oponen no se detendrán para descarrilar el avance del pueblo hacia ese estadio en el que la igualdad y la justicia (perseguidas incansablemente
todas las mañanas vía discursos) se hacen realidad. Su tarea ha sido fundacional. Lo construido tiene que ser mantenido. Por eso se ha ocupado de desbaratar todas las trampas conservadoras (llamada instituciones por esas fuerzas) al grado que hoy estamos viviendo un proceso electoral que no habíamos tenido en muchos, muchos años. Así que la advertencia—la oposición no llegará al poder ni disfrazándose—no es arenga. Es declaración.
Si este proceso pre-electoral ha resultado inédito, el electoral no se asemejará a cualquiera de los previos recientes. Tengámoslo presente. Sobre todo, cuando en su afán transformador el presidente tomó decisiones de las que esperaba otros resultados (abrir tempranamente la competencia por la candidatura, ningunear a Xóchitl), creyendo que, a pesar de la complejidad actual de la sociedad mexicana, había conseguido trasladar al país—vía túnel del tiempo—a su pasado provinciano (¿macuspanense?) y manipulable de los sesenta.
No hay nada más peligroso que la vida no camine de acuerdo con los planes de un prócer, así sea por sus errores (los que nunca serán reconocidos, por supuesto). El presidente va con todo por la permanencia de su proyecto. Tiene al ejército de su lado. La intervención del crimen organizado en las elecciones del 2021 ha sido perfectamente documentada.
¿Qué sigue?
Habrá que ponernos a pensar.