La decisión de López Obrador de abrir prematuramente el proceso electoral perseguía tres objetivos. Uno, demostrar que mantenía firme su vieja propuesta de “mandar al diablo sus instituciones” (del “viejo régimen”) y mostrar que, si bien no había doblegado al INE, pasaría encima de él con campañas que violan flagrantemente la ley.
Dos, demostrar que era, ya, todopoderoso pues se arrojaba el lujo de hacerle ver al país que, como en los tiempos del viejo PRI, él, el presidente, sería quien definiría la sucesión, con una diferencia: el viejo priísmo recurrió siempre a rituales de simulación, en los que algún sector del partido ungía como candidato-heredero a un funcionario; López Obrador desbordó sinceridad: es el presidente quien decide. No fue un acto simplemente de “fuera máscaras”, sino un acto de egocentrismo: se regodeó haciendo ver que está seguro de que es él y sólo él, el centro de la vida política del país.
Tres, sostener su gobierno, prácticamente hasta su cierre, en el tono de campaña en el que lo ha mantenido desde el día primero de su gestión. Lanzó a la calle a quienes él definió como aspirantes con una serie de reglas que hicieron evidente que lo que perseguía era promover cierta legitimidad a una decisión que muy posiblemente ya estuviera tomada (y la que aún no está claro si será mantenida o modificada) y con la intención de escucharse en eco: les prohibió debatir y hacer propuestas: Su única opción: llenar de loas al prócer para ganarse su voluntad.
La decisión, a su vez, estuvo fundamentada sobre una presuposición: era tan posible revivir el México de los 60s que él ya lo había logrado. Las campañas serían un ritual insulso, preparatorio de otro igualmente insulso, las elecciones, para terminar en otro nada insulso: su despedida apoteósica coronada con la entrega simbólica de una banda que ya no requeriría para seguir dando cauce, desde su rancho, a una transformación histórica que, lamentablemente, solamente él es capaz de ver y delinear.
Fallaron los cálculos. México ya no es el que fue en los 60s, en los que privaba una tranquilidad que resultaba demasiado pueblerina; en la que la política transitaba, principalmente, en Los Pinos, entre figuras acartonadas de hombres trajeados que se rendían ante la figura presidencial y se movían—y movían al país—de acuerdo a su voluntad. Al reloj y a los tiempos no se les pueda dar vuelta: resucitar rituales, resucitar prácticas, revivir viejos vicios, repetir viejas prácticas no consiguen mover las manecillas del tiempo en sentido contrario. El viejo PRI y los viejos rituales no desaparecieron porque se hayan desgastado por su uso; desaparecieron porque México cambió, se hizo más complejo; se diversificó.
López Obrador fue fortalecido por el intento de desafuero promovido por Fox, pero no fue, precisamente eso lo que lo catapultó a la presidencia; Andrés Manuel hizo propias las voces de aquellos grupos a los que el poder usaba, atendía a conveniencia, pero no miraba ni tomaba en cuenta, salvo que fuera para integrarlos en el fondo de las fotografías que promovían la figura presidencial y sus informes de ritual.
Así, Xóchitl adquirió fuerza por la negativa de López Obrador de abrirle su espacio de retórica matutina para replicar, pero no fue eso, precisamente, la que la condujo a convertirse, hasta el momento, en la más seria aspirante opositora a la presidencia. Xóchitl llegó a ser la Señora X porque está claro que las encuestas de popularidad no son todo, ni dicen todo.
Porque México es tan diverso que sobrepasa y escapa al poder de una presidencia instalada en Macuspana. Porque si López Obrador fue todo oídos en tiempos en el que no alcanzaba aún el poder, ahora es todo palabra. Cuando se habla, y se habla mucho, la única voz que se escucha es la propia. Porque López Obrador no entendió que el poder se debe alcanzar para servir, no para alimentar el ego. Xóchitl es hoy la piedra de sus zapatos porque nunca entendió que la sociedad civil es algo más que una audiencia de una conferencia mañanera.
México no es el país simplista que se (des)dibuja cada mañana. México es complejo. México es diverso. México es un país que reclama un nuevo liderazgo. Habrá que ver cómo transcurre el proceso todo. Pero hasta el momento, parece que habrá que reconocerle a López Obrador que ha sido un punto de ruptura en la historia política.
¿Qué tanto?
Lo sabremos con el desenlace de este proceso que está en marcha.