Jorge Calles
Los resultados de las elecciones del domingo último no fueron sorpresivos. No obstante, ameritan un análisis detallado. Que la obviedad no nos obnubile: el autoritarismo se consolida. De momento, destaco tres asuntos acerca de la fuerza demostrada por el partido del presidente, especialmente en los comicios del Estado de México:
Una. Morena, a pesar de no contar con las características plenas de un partido político es ya la primera—y más poderosa—fuerza electoral del país. No por nada, López Obrador se mostró alegre y confiado en su plática mañanera del lunes. Si antes de los comicios las repetidas encuestas de preferencias resultaban suficientes para otorgarle tranquilidad al presidente, la histórica victoria del Estado de México prácticamente le garantiza que el próximo año será relevado por quien él elija.
Dos. La fuerza creciente de Morena va muy de la mano de la renovación de la estructura autoritaria del régimen contra el que hemos luchado buena parte de los mexicanos durante más de tres décadas. Por un lado, las viejas componendas en las cúpulas de poder se hicieron presentes. Del Mazo no movió suficientemente la estructura de su partido en EdoMex para facilitar la llegada de Delfina y Morena se ocupó de distraer a la suya, mediante la promoción de candidaturas satelitales menores para debilitar a Guadiana en Coahuila, candidato, de por sí, poco atractivo y débil. Por otra, la fuerza electoral del clientelismo asistencial del gobierno de López Obrador mostró su músculo. Así pues, los arreglos políticos, basados en el intercambio de intereses e impunidad, más el fortalecimiento del brazo subsidiario estatal le arrojaron buenos dividendos al poder, tal como ocurría en la época hegemónica dorada del priísmo, que vive hoy el más frío y triste de sus inviernos.
Tres. La caída de uno de los bastiones más importantes del priísmo, no sólo por ser un estado con una de las más importantes economías del país y contar con un padrón electoral significativo, sino por ser cuna de uno de los grupos políticos más importantes de los últimos tiempos—el grupo Atlacomulco—ha suscitado que los seguidores del presidente hayan elaborado y anunciado con estridencia, por todos los medios, el acta de defunción del otrora gran partido, el tricolor. Este hecho, sin duda, da cuenta de lo exitoso que el discurso presidencial ha resultado: el viejo régimen lo representaba el PRI y su hipócrita aliado, el PAN. Aniquilado, y muy pronto sepultado, el PRI—y, con él, su viejo régimen—ha quedado reducido a sus recuerdos. Su lugar es ocupado, ahora, por Morena, cuna de la gran figura histórica, el presidente, cuyo valor trasciende a los mezquinos Salinas, sus tecnócratas y todos aquellos que se valieron de la debilidad estructural del pueblo bueno para saquear al país y entregarlo a los intereses extranjeros. Éste es, quizás, el más importante de los éxitos del presidente. Ha conseguido reducir la polifonía propia de una sociedad compleja—que ha venido exigiendo la democratización de todas sus esferas—a una conversación pública dicotómica, en la que la voz más relevante es la suya y las de quienes con él se identifican bajo la categoría de “buenos”, que hace desaparecer sus diferencias y contradicciones, y los demás, los “malos”, personajes identificados con el viejo régimen, sus desviaciones y privilegios. En la celebración, olvidan que el PRI no era el viejo régimen, sino su agencia de empleos. Embelesados por su amor al presidente, olvidan que la característica fundamental del viejo
régimen era el control centralizado del poder, empleado fundamentalmente para asegurar la permanencia en él de sus detentadores, vía la reducción de la sociedad civil a su mínima y más inofensiva expresión. El discurso presidencial les ha hecho perder de vista, además, que Morena es ahora la nueva agencia de empleos de los gobiernos en turno. Tan es así—y este es otro asunto que ha caído en el olvido—que muchos de los políticos priístas, orientados no por un espíritu de servicio y con miras al futuro colectivo, sino por intereses codiciosamente egoístas, se han cambiado de barco: ahora son morenistas. Baste mencionar un apellido: Bartlett. Lo más grave: era el uso autocrático del poder y sus consecuentes abusos, entre ellos la corrupción que ya nos ha desbordado, la principal característica del así llamado “viejo régimen”. El presidente ha revivido el modelo y lo ejerce mejor que nadie. Una prueba: el ejercicio priísta del poder era prácticamente reprobado de manera unánime. Hoy, una buena parte de la población aplaude y celebra los excesos del presidente.