Andrés Manuel López Obrador manifestó que no ha acudido a Acapulco para evitar el ninguneo y para defender “la investidura”. La declaración me provoca varios comentarios.
Uno. El presidente quiso referirse, muy probablemente, a la figura presidencial, a la representación simbólica del poder Ejecutivo. El término “investidura” está mal empleado. Según el diccionario de la Real Academia, la investidura es el “acto por el que la autoridad o funcionario público recibe la titularidad de un órgano y puede ejercer, en lo sucesivo, las facultades y atribuciones que el ordenamiento jurídico asigna al órgano mismo”.
Dos. ¿Por qué defender la figura presidencial? ¿De qué? El artículo 80 de la Constitución define claramente que el presidente de la república “fungirá como jefe de Estado, jefe de Gobierno y Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas”, en ese orden. En un sistema presidencial, como el nuestro, el presidente debe ejercer, al mismo tiempo, las funciones de jefe de Estado y jefe de Gobierno, a diferencia de los regímenes parlamentarios donde ambas jefaturas recaen en personas diferentes. Un jefe de Estado es la figura de la nación, el representante de la unidad y la continuidad. El jefe de Gobierno, en cambio, es el líder político del país, el encargado de las principales decisiones políticas de una nación y debe responder de sus acciones ante los poderes legislativo y judicial. Así pues, el ejercicio del poder político de un presidente de un régimen como el nuestro resulta complicado pues debe atender, siempre y sin descuidos, la unidad y la conducción política del país.
Tres. Según la Constitución, el presidente debió ocuparse de las consecuencias del huracán en calidad de símbolo de unidad de la nación y como cabeza de las decisiones que deberían haber conducido a evitar que el golpe del fenómeno provocara el desastre que provocó, a apoyar a víctimas y damnificados para mitigar sus pérdidas y dolores y a echar a andar un programa de recuperación y reactivación económica. ¿Defendió López Obrador la figura presidencial cuando su presencia era exigida en tanto jefe de Estado y de Gobierno? Debió haber llegado para hacerles ver a los guerrerenses que el país completo los acompañaba, arropaba y apoyaba; para demostrar que México estaba unido y que en unión fabricaría el rescate. Debería haber estado, además, para que, desde ahí y de inmediato echara a andar las políticas conducentes a mitigar, reparar y recuperar. No lo hizo. Su argumento fue que habría acarreados que lo agredirían. Afirmó que Televisión Azteca abrió las cámaras para que algunos le “mentaran la madre”. De nueva cuenta, su ego por delante. Siempre es él el actor importante; los demás, en este caso, los damnificados, son de segunda importancia.
Cuatro. Más allá de si la empresa televisiva actuó o no con la mala intención que le adjudica, el presidente debería ser autocrítico y preguntarse por qué algunos guerrerenses lo insultaron. ¿No habrá sido porque se sintieron solos, abandonados, desprotegidos? ¿Porque, como es su costumbre, antepuso su interés al de los grupos afectados? ¿Proteger la figura o protegerse él? ¿Para evitar enfrentamientos porque desde que asumió el poder se asumió como jefe de facciones y no de Estado? ¿Porque ha sido él quien ha promovido la polarización que tanto daño nos ha hecho? ¿Porque ha ignorado su papel de unión nacional y se ha convertido en la principal fuerza de división? Habría que recordarle que los presidentes anteriores—quienes no alcanzaron la presidencia con la contundencia con la que él la alcanzó, ni consiguieron los niveles de popularidad que él continuamente presume—acudieron siempre a los lugares en
los que ocurrieron desastres naturales y la población los recibió bien y con agradecimiento. ¿Por qué a ellos no los insultaron? El presidente también debería preguntarse a qué se debe que, por primera vez frente a un desastre de esta envergadura, los mexicanos no pudimos sacudirnos filias y fobias y Otis fue pretexto para continuar desgarrándonos y descalificándonos, en vez mostrarnos universalmente solidarios, como ha sido costumbre en casos como éste.
Cinco. Curiosamente, sí acudió, por enésima ocasión en su mandato a Badiraguato, centro de operaciones del cartel comandado por el Chapo y sus hijos. ¿No se mancha en este caso la figura presidencial? ¿El poder simbólico de la presidencia no se daña cuando quien la ejerce evita cumplir con sus funciones de Jefe de Estado, promoviendo la unidad nacional y encabezando políticas de recuperación y, por el contrario, presume su “gusto” por acudir a territorio del crimen organizado? ¿Ahí nadie lo ningunea? ¿Por qué?