No conozco a alguien que de chiquito, o ya de adulto, no le tenga miedo a la muerte. También conozco a algunos que les despierta cierta fascinación, como un mecanismo de defensa de haber sublimado esa angustia que nos genera el hecho de aceptar que somos mortales.
En estas fechas en que hacemos toda una fiesta a nuestros fieles difuntos, preparamos ofrendas y hacemos mucha alusión a la muerte, recordé la ocasión en que hace algunos años, mientras me dedicaba a ser editora de espectáculos, tuve la oportunidad de entrevistar a Saúl Hernández, vocalista y líder de Caifanes, quien en esos días estaba realizando la gira de promoción de su CD doble titulado “Mortal”. Él decía que habría que ponerse en el lugar de la muerte pues su trabajo no es algo fácil así que prefería verla como una compañera que está a nuestro lado desde el primer día que salimos al mundo y no como una enemiga que está acechándonos para llevarnos al otro lado de la luz.
¿Qué tiene que ver esto con el diván? Precisamente que los sujetos acuden a consulta para hablar de dos cosas: sexo y muerte. Lo primero como pulsión de vida, es decir Eros; mientras que lo segundo alude a Tanathos, lo que Freud conceptualiza en su obra “Más allá del principio de placer” como pulsión de muerte, esa tendencia casi inconsciente de volver a un estado inorgánico, algo así como “polvo somos y en polvo nos convertiremos”.
Dice el psicoanalista argentino Luciano Lutereau que vivir es preguntarse qué nos une a la vida, más allá de mantenernos respirando 24×7 los 365 días creyendo que con eso estamos vivos, lo importante es qué de la vida y quienes nos afectan, en el sentido de producir efectos sobre nosotros: emociones, frustraciones, síntomas y otros malestares que mientras no cesan nos indican que estamos vivos.
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