“Horrendo”. “Festín diabólico”. “Macabro”. “Terror en Matamoros”. Estos fueron algunos de los titulares que se podían leer en los diarios de la ciudad perteneciente al estado de Tamaulipas y en todo México tras el descubrimiento realizado el 11 de abril de 1989 en el rancho Santa Elena.
Un audio de una periodista de la época afirma que en el lugar “había señal de carnicería de seres humanos por todos lados”.
Escondido bajo tierra permanecía “El altar de los dioses”, una fosa que ocultaba 13 cuerpos cercenados en los predios de la propiedad.
Eran tiempos en los que la guerra contra el narco que estalló la violencia en el país no tomaría forma hasta 17 años más tarde.
Las fosas clandestinas y las matanzas eran “rarísimas” y menos aún si tenían un trasfondo satanista.
Un descuido de David Serna, alias La coqueta, al evadir un retén en la carretera entre Matamoros y Reynosa, permitió a las autoridades, tras su captura e interrogatorio al joven de 22 años, dar con el lugar al que retornaba tras haber realizado una entrega de un cargamento de marihuana al otro lado de la frontera. La confesión no solo reveló la existencia de una banda criminal dedicada al tráfico de drogas, sino también especializada en supuestos sacrificios humanos.
Al interior del cobertizo en el rancho, según recaba el relato en El libro rojo de la administración de justicia —basado en la versión compartida por las autoridades policiacas—, los agentes encontraron 110 kilos de marihuana, armas de diverso calibre y lo que se había convertido, los últimos nueve meses, en una casa de tortura donde las víctimas sufrían la amputación de miembros y la extracción de órganos.
Dentro del cobertizo resaltaba un caldero de metal enorme, relataba José Lira —periodista y colaborador del Tribunal Superior de Justicia de Ciudad de México—, en el que restos humanos y de bestias yacían dentro en putrefacción.
De acuerdo a distintos reportes de autoridades de la época, en ese recipiente los órganos, los miembros amputados y las partes de animales cocían en un brebaje que era ingerido por los integrantes para obtener “poderes mágicos e inmunidad ante los peligros de las fuerzas del orden”.
El cuadro de terror del inmueble también lucía pentagramas, cuchillos, sierras, cabezas de ajo, botellas de agua ardiente y manchas de sangre.
Serna y otros tres detenidos ese día señalaron a Adolfo Constanzo, conocido como El Padrino —vinculado al Cartel del Golfo—, y que se autodenominaba como brujo, y su cómplice Sara Aldrete, apodada La Sacerdotisa, como las cabezas de la operación, una agrupación criminal y secta a la cual la prensa bautizó como Los narcosatánicos .
A más de 30 años de este suceso, la miniserie documental La narcosatánica, de la directora Pat Martínez —disponible desde el 13 de julio en HBO Max—, presenta los testimonios de antiguas autoridades a cargo del caso, periodistas que dieron cobertura a los hechos y la voz de Aldrete, la única miembro de la banda criminal que permanece con vida, para sacar a la luz detalles inéditos y reconstruir los hechos de esta truculenta época que horrorizó a México a finales de los ochenta y principios de los noventa.
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