Con la posible excepción del bosón de Higgs, el del hobbit de Flores ha sido probablemente el descubrimiento con más impacto social de los últimos diez años. Y sería muy difícil decidir cuál de los dos es más extraño, aunque los dos hitos científicos no pueden ser más dispares: una tecnología punta de 2.000 millones de euros frente a dos botas metidas en el barro y un piolé, el producto final de una predicción matemática frente al desconcierto de un hallazgo que nadie esperaba ni andaba buscando, el futuro cierto frente a un pasado incógnito. Aunque esto no deba decirse a quienes lo financian, el conocimiento sigue a menudo caminos tortuosos.
Pero el hombre de Flores –Homo floresiensis, que en realidad era una mujer— tenía todos los ingredientes para convertirse en una noticia sensacional. Es cierto que los paleontólogos padecen una acendrada inclinación a encontrar nuevas especies humanas en cualquier residuo fosilizado entre dos premolares fragmentarios, pero no lo es menos que a menudo tienen razón. Y el Homo floresiensis’, presentado en Nature hace casi exactamente 10 años, era una especie humana para echarla de comer aparte: un metro de estatura, la capacidad craneal de un australopiteco y, pese a todo ello, lo bastante inteligente como para haber llegado navegando a la isla de Flores, en Indonesia, y fabricar unas herramientas dignas de un homínido que le duplicara el cráneo.
Colmo de los colmos, el cráneo fosilizado en que se basaban todas estas rompedoras conclusiones –llamado insulsamente LB1—estaba datado en tan solo 18.000 años atrás, y por tanto había coexistido con nuestra especie, el Homo sapiens, durante al menos 20 milenios.
Esta fue la bomba de relojería paleontológica que aterrizó en marzo de 2004 en la mesa del despacho de Henry Gee, uno de los editores principales de la revista Nature, en la forma de un manuscrito convencional como los cientos que se reciben cada día en la editorial científica londinense. “Reconozco que de entrada no me chocó como un descubrimiento fantástico”, recuerda ahora Gee en la propia revista. “Tenían esa extraña criatura, pero el tono del artículo era muy apagado; un editor tiene que leer entre líneas, y lo que decía allí era: ‘¡Ayúdennos! ¡No sabemos lo que es esta cosa!’”.
Un hecho poco conocido es que el hobbit no siempre se llamó Homo floresiensis. Los autores, en realidad, lo habían bautizado en su manuscrito como Sundanthropus floresianus, ya que lo habían hallado en la región de Sunda de la isla de Flores. Como es práctica habitual de las revistas científicas, Gee mandó el manuscrito a dos referees, los investigadores del sector que juzgan su valor. Uno de ellos dijo que, si aquello pertenecía a nuestro género, el primer nombre no tenía que ser Sundanthropus, sino Homo. Y el otro, al parecer ducho en latín, añadió que floresianus significaba “ano floreado”. Así que los autores cambiaron a Homo floresiensis. El apodo de "hobbit" también fue idea de uno de los autores, el geocronologista australiano Bert Roberts. Esta vez no fuimos los periódicos; ni siquiera Henry Gee.
El proceso de revisión del manuscrito llevó siete meses –de ahí que celebremos ahora su décimo aniversario—, y eso fue solo el comienzo: la mayoría de los problemas vinieron después de su publicación. Las conclusiones se basaban en un solo cráneo, y eran tan extrañas que algunos científicos optaron por negar la premisa: el cráneo no era de una nueva especie miniaturizada, sino de un miembro de la nuestra que sufría microcefalia. Antropólogos como Robert Martin siguen hoy convencidos de esa idea, aunque han ido sustituyendo la microcefalia por otras enfermedades que se aproximen más a los datos. Y los propios autores han descartado algunas de sus ideas originales, empezando por una bien importante: que el hobbit era un Homo erectus miniaturizado en la isla.
Las excavaciones en la cueva de Liang Bua (cueva fría, literalmente) de la isla de Flores habían comenzado unos años antes, en 2001, aunque con pocos medios y un punto de desgana. Aún así hallaron unas cuantas cosas interesantes, como montones de dragones de Komodo, cigüeñas gigantes y unos elefantes enanos llamados estegodontes. Los biólogos evolutivos saben que estas anomalías tienden a ocurrir en las islas. Los elefantes continentales, por ejemplo, son grandes para que no se los coman los leones, pero si en una isla no hay leones se pierde la presión selectiva para ser grande. Y ser pequeño gasta menos, lo que siempre es una ventaja. De ahí el estegodón.
Pero no es el caso del hobbit, según han revelado las investigaciones de los últimos diez años. El hombre de Flores tiene en verdad rasgos modernos –como las características de su cráneo que llevaron a incluirle en el género Homo—, pero están mezclados con rasgos muy, muy antiguos. Sus piernas cortas (en relación a su tamaño), su mandíbula reforzada, su cadera acampanada y, desde luego, sus pies, que tenían el pulgar casi perpendicular a los demás dedos, parecen atavismos del australopiteco, el género homínido que se extinguió hace más de dos millones de años sin haber salido nunca de África.
La opinión mayoritaria en la actualidad es que el cerebro del hobbit no se miniaturizó en Flores a partir de un Homo erectus, sino que ya era pequeño cuando llegó allí: tan pequeño como el del australopiteco del que provenía. Y que sus rasgos modernos son un caso de evolución convergente con el Homo sapiens, un tipo de modernización que se ha producido dos veces en la historia del planeta.
Así está el tema diez años después. Y así seguirá, probablemente, mientras no aparezcan más cráneos, o una especie de Atapuerca indonesia que arroje luz sobre los mecanismos evolutivos que nos han creado.
Fuente: http://elpais.com/elpais/2014/11/14/ciencia/1415970185_422849.HTML